Miraba incrédulo, transpiraba y sentía sus músculos temblar.
“Que no se note”, se obligó.
Aunque ya hacía unos minutos que las tenía frente a él, todavía no lo creía.
Levantó la vista y recorrió sus rostros con terror,
viendo que los tres lo miraban con impaciencia;
hasta creyó que uno de ellos tenía una pistola bajo el abrigo.
—Es hora, señor Poe,
¿o desea que muramos de viejos?—dijo irritada Egaeus.
—No —dijo Edgar, y bajó las manos.
—¡No te puedo creer!
—espetó Dupín golpeando la mesa—.
El mal parido tiene poker de ases.
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