Hace centenares de años atrás, las primeras preguntas de la astronomía surgieron. Con enorme ambición, los “Principia”, publicado por Isaac Newton el 5 de julio de 1687 a instancias de su amigo Edmond Halley, recoge sus descubrimientos en mecánica y cálculo matemático, plantearon las primeras paradojas sobre la construcción del universo. Si el mundo es un escenario, ¿cómo es de grande? ¿Es infinito o finito?
Fotografía de uno de los libros de “Principia”
Es una pregunta con una antigüedad de siglos; el filósofo romano Lucrecio ya estaba fascinado por ella. «El Universo no está limitado en ninguna dirección», escribió. «Si lo estuviera, necesariamente tendría que tener un límite en alguna parte. Pero está claro que una cosa no puede tener un límite a no ser que haya algo fuera de ella que la limite. En todas las dimensiones, a un lado u otro, hacia arriba o hacia abajo en todo el universo, no hay fin.» Pero la teoría de Newton también revelaba las paradojas inherentes a cualquier teoría de un universo finito o infinito. Las preguntas más sencillas llevan a un barrizal de contradicciones. Cuando aún se regocijaba en la fama que le había brindado la publicación de sus Principia, Newton descubrió que su teoría de la gravedad estaba necesariamente plagada de paradojas.
En 1692, un clérigo, el reverendo Richard Bentley, le escribió una carta de una sencillez que desarmaba pero que preocupó a Newton. Dado que la gravedad era siempre atractiva y no repulsiva, le escribió Bentley, eso significaba que cualquier grupo de estrellas colapsaría naturalmente hacia su centro. Si el universo era finito, el cielo nocturno, en lugar de ser eterno y estático, sería escenario de un exterminio increíble en el que las estrellas se precipitarían unas sobre otras y se fusionarían en una superestrella ardiente. Pero Bentley también apuntaba que, si el universo era infinito, la fuerza de cualquier objeto que lo empujara a derecha o izquierda también sería infinita y, por tanto, las estrellas quedarían hechas trizas en cataclismos abrasadores.
Al principio, parecía que Bentley le había dado jaque mate a Newton. O bien el universo era finito (y se colapsaba en una bola de fuego), o bien era infinito (en cuyo caso las estrellas explotarían). Ambas posibilidades eran un desastre para la joven teoría propuesta por Newton. Este problema, por primera vez en la historia, reveló las paradojas sutiles pero inherentes que acosan a cualquier teoría de la gravedad cuando se aplica a todo el universo. Tras pensarlo minuciosamente, Newton le contestó diciendo que había encontrado una escapatoria a su argumentación. Él prefería un universo infinito pero que fuera totalmente uniforme. Así, si una estrella es arrastrada hacia la derecha por un número infinito de estrellas, este tirón queda anulado por uno igual de otra secuencia infinita de estrellas en la otra dirección. Todas las fuerzas están equilibradas en todas direcciones, creando un universo estático. Por tanto, si la gravedad siempre es atractiva, la única solución a la paradoja de Bentley es tener un universo uniforme infinito.
Sin duda, Newton había encontrado una escapatoria a la argumentación de Bentley, pero era lo bastante inteligente para darse cuenta de la debilidad de su propia respuesta.
Admitía en una carta que su solución, aunque técnicamente correcta, era inherentemente inestable. El universo uniforme pero infinito de Newton era como un castillo de naipes: aparentemente estable, pero propenso a derrumbarse a la mínima perturbación. Podía calcularse que, si una sola estrella vibraba mínimamente, desencadenaría una reacción en cadena y los grupos de estrellas empezarían a desintegrarse inmediatamente. La débil respuesta de Newton fue apelar a «un poder divino» que impedía que su castillo de naipes se desmoronara. «Se necesita un milagro continuo para impedir que el Sol y las estrellas fijas se precipiten a través de la gravedad», escribió.
Para Newton, el universo era como un reloj gigante al que Dios había dado cuerda al principio de los tiempos y que desde entonces había funcionado según las tres leyes del movimiento, sin interferencia divina. Pero, de vez en cuando, Dios tenía que intervenir y retocar un poco el universo para impedir que se desmoronara. (Dicho de otro modo, de vez en cuando Dios tiene que intervenir para impedir que los decorados del escenario de la vida se derrumben y caigan sobre los actores.)
Además de la paradoja de Bentley, había una paradoja más profunda inherente a cualquier universo infinito, la paradoja de Olbers. Esta paradoja empieza preguntando por qué el cielo nocturno es negro. Astrónomos tan antiguos como Johannes Kepler ya vieron que si el universo fuera uniforme e infinito, dondequiera que se mirase, se vería la luz de un número infinito de estrellas. Mirando a cualquier punto en el cielo nocturno, nuestra línea de visión cruzaría un número incontable de estrellas y, por tanto, recibiría una cantidad infinita de luz de las estrellas. Así pues, ¡el cielo nocturno debería estar ardiendo!
El hecho de que el cielo nocturno sea negro, no blanco, ha planteado una paradoja cósmica sutil pero profunda durante siglos. La paradoja de Olbers, como la paradoja de Bentley, es engañosamente sencilla, pero ha atormentado a muchas generaciones de filósofos y astrónomos. Tanto la paradoja de Bentley como la de Olbers dependen de la observación de que, en un universo infinito, las fuerzas gravitacionales y los rayos de luz pueden sumarse para dar resultados infinitos y sin sentido. A lo largo de los siglos, se han propuesto decenas de respuestas incorrectas.
La preocupación de Kepler por esta paradoja le llevó al extremo de postular que el universo era finito y estaba encerrado en una cáscara, y que por tanto, sólo podía llegar a nuestros ojos una cantidad finita de luz de las estrellas.
La confusión creada por esta paradoja es tal que un estudio de 1987 demostró que el setenta por ciento de los libros de texto de astronomía daban la respuesta incorrecta. En principio, uno podría intentar resolver la paradoja de Olbers estableciendo que la luz de las estrellas es absorbida por las nubes de polvo. Ésta es la respuesta que dio el propio Heinrich Wilhelm Olbers en 1823, cuando por primera vez estableció claramente la paradoja. Olbers escribió: «¡Qué suerte que la Tierra no reciba luz de las estrellas desde todos los puntos de la bóveda celeste! Sin embargo, con un brillo y calor tan inimaginable, equivalente a 90.000 veces más del que experimentamos ahora, el Todopoderoso podría haber diseñado fácilmente organismos capaces de adaptarse a estas condiciones extremas».
A fin de que la Tierra no estuviera inmersa en un firmamento «tan brillante como el disco del Sol», Olbers sugirió que las nubes de polvo debían absorber el calor intenso para hacer posible la vida en la Tierra. Por ejemplo, el centro abrasador de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, que debería dominar el cielo nocturno, en realidad está oculto tras las nubes de polvo. Si miramos en dirección a la constelación de Sagitario, donde se encuentra el centro de la Vía Láctea, no vemos una bola ardiente de fuego, sino una mancha oscura.
Pero las nubes de polvo no pueden explicar realmente la paradoja de Olbers. Durante un periodo de tiempo infinito, esas nubes absorberán la luz del Sol de un número infinito de estrellas y finalmente resplandecerán como la superficie de una estrella. Por tanto, incluso las nubes de polvo deberían estar ardiendo en el cielo nocturno. De manera similar, podríamos suponer que, cuanto más lejos está una estrella, más débil es, lo cual es cierto pero no puede ser la respuesta.
Si miramos una porción del cielo nocturno, las estrellas más distantes son realmente débiles, pero también hay más estrellas cuanto más lejos se mira. Estos dos efectos se anularían exactamente en un universo uniforme, dejando el cielo nocturno blanco. (Eso se debe a que la intensidad de la luz de las estrellas disminuye con el cuadrado de la distancia, que es compensado por el hecho de que el número de estrellas aumenta con el cuadrado de la distancia.)
Curiosamente, la primera persona de la historia que resolvió la paradoja fue el escritor norteamericano Edgar Allan Poe, que se interesó durante mucho tiempo por la astronomía. Justo antes de morir, publicó muchas de sus observaciones en un poema de divagación filosófica llamado Eureka: un poema en prosa. En un pasaje notable, escribió: Si la sucesión de estrellas fuera ilimitada, el fondo del cielo nos presentaría una luminosidad uniforme, como la desplegada por la Galaxia, porque no habría ni un solo punto, en todo el fondo, donde no hubiese una estrella.
La única manera, por tanto, de explicar en estas condiciones los vacíos que encuentran nuestros telescopios en incontables direcciones, es suponer que la distancia de este fondo invisible [es] tan prodigiosa que ningún rayo ha podido nunca llegar hasta nosotros. Terminaba apuntando que la idea «es demasiado bella para no poseer Verdad en su esencia». Ésta es la clave de la respuesta correcta. El universo no es infinitamente viejo. Hubo un Génesis. Hay un límite finito a la luz que nos llega a los ojos. La luz de las estrellas más distantes todavía no ha tenido tiempo de llegar hasta nosotros.
El cosmólogo Edward Harrison, que fue quien descubrió que Poe había resuelto la paradoja de Olbers, ha escrito: «Cuando leí por primera vez las palabras de Poe, me quedé perplejo: ¿cómo podía un poeta, en el mejor de los casos un científico aficionado, haber percibido la explicación correcta hace 140 años cuando en nuestras escuelas todavía se enseña […] la explicación errónea?.
En 1901, el físico escocés Lord Kelvin también descubrió la respuesta correcta. Constató que cuando miramos al cielo nocturno, lo vemos como era en el pasado, no como es ahora, porque la velocidad de la luz, aunque enorme según los estándares de la Tierra (300.000 km por segundo), no deja de ser finita, y hace falta tiempo para que llegue a nuestro planeta desde las estrellas lejanas. Kelvin calculó que, para que el cielo nocturno fuera blanco, el universo tendría que durar cientos de billones de años luz, pero, como el universo no tiene billones de años de antigüedad, el cielo es necesariamente negro. (También hay una segunda razón para que el cielo nocturno sea negro y es el tiempo de vida finito de las estrellas, que se mide en miles de millones de años.)
Recientemente se ha podido verificar de manera experimental la corrección de la solución de Poe, mediante satélites como el telescopio espacial Hubble. Estos potentes telescopios, a su vez, nos permiten responder a una pregunta que se formulan incluso los niños: ¿dónde está la estrella más lejana? ¿y qué hay más allá de la estrella más lejana?
Con el fin de responder a estas preguntas, los astrónomos programaron el telescopio espacial Hubble para llevar a cabo una tarea histórica: tomar una fotografía del punto más lejano del universo. Para captar emisiones extremadamente débiles de los rincones más lejanos del espacio, el telescopio tuvo que ejecutar una tarea sin precedentes: enfocar precisamente al mismo punto del cielo cerca de la constelación de Orión, durante un total de varios cientos de horas, lo que requería que el telescopio estuviera perfectamente alineado durante cuatrocientas órbitas de la Tierra.
El proyecto era tan difícil que tuvo que prolongarse durante cuatro meses. En 2004 se hizo pública una fotografía asombrosa que apareció en las portadas de todos los periódicos del mundo. Mostraba una serie de diez mil galaxias recién nacidas que se condensaban a partir del caos del propio big bang. «Podríamos haber visto el final del principio», declaró Anton Koekemoer, del Space Telescope Science Institute. La fotografía mostraba un revoltijo de galaxias débiles a más de 13.000 millones de años luz de la Tierra, es decir, que su luz tardó más de 13.000 millones de años en llegar a nuestro planeta.
Como el propio universo tiene sólo 13.700 millones de años de antigüedad, eso significa que estas galaxias se formaron sólo unos cientos de millones de años después de la creación, cuando las primeras estrellas y galaxias se condensaban a partir de la «sopa» de gases dejada por el big bang. «Hubble nos lleva a un tiro de piedra del big bang», dijo el astrónomo Massimo Stivavelli, del mencionado instituto. Pero esto plantea una pregunta: ¿qué hay más allá de la galaxia más lejana? Cuando observamos esta notable fotografía, lo que se ve enseguida es que sólo hay oscuridad entre estas galaxias. Esta oscuridad es lo que hace que el cielo nocturno sea negro. Es el límite final para la luz de las estrellas lejanas. Sin embargo, esta oscuridad, a su vez, es en realidad la radiación de fondo de microondas.
Por tanto, la respuesta definitiva a la cuestión de por qué el cielo nocturno es negro es que el cielo nocturno no es negro en absoluto. (Si nuestros ojos pudieran ver de algún modo la radiación de microondas, y no sólo la luz visible, veríamos que la radiación del propio big bang inunda el cielo nocturno.
En cierto sentido, la radiación del big bang llega todas las noches.
Si tuviésemos ojos capaces de ver las microondas, podríamos ver que más allá de la estrella más lejana se encuentra la propia creación.)