“Toda teoría que permita que los objetos pasen a través de barreras impenetrables, estén en dos lugares a la vez o posean ‘conexiones fantasmales’ no puede ser descrita como ordinaria”, con esta advertencia de Johnjoe McFadden y Jim Al-Khalili, profesor de genética molecular y de física teórica, respectivamente, en la Universidad de Surrey, debemos prepararnos para aceptar la posibilidad de que la superposición, el efecto túnel y el entrelazamiento de las partículas —tres fenómenos de lo más común en el mundo de los átomos y de las partículas elementales descrito por la mecánica cuántica— no puedan ser despreciados al estudiar cómo funcionan los seres vivientes.
Si bien Erwin Schrödinger en su libro ¿Qué es la vida? (1944), y algunos investigadores desde los años sesenta habían especulado sobre el posible papel de la mecánica cuántica en diferentes procesos biológicos, son experimentos realizados en la última década los que apoyan fuertemente que algunas especies (de hecho, millones de ellas, si consideramos la fotosíntesis) han aprovechado las ventajas que para su supervivencia representan efectos tan extraños y ajenos a nuestras experiencias e intuición. Es el siglo XXI el auténtico testigo del nacimiento de la biología cuántica.
En su obra Life on the Edge: The Coming of Age of Quantum Biology (2014), McFadden y Al-Khalili, además de presentar a los lectores algunas de las más controversiales ideas que se discuten en la biología cuántica, cuentan con gran detalle uno de los grandes éxitos obtenidos en este campo: desentrañar el misterio de la magnetorrecepción en las aves, y en particular en el petirrojo europeo (Erithacus rubecula).
El sentido magnético de las aves a (y en el) ojo de pájaro
La magnetorrecepción es la habilidad de algunas especies migratorias, como las aves y las mariposas monarca (Danaus plexippus) de detectar el campo magnético terrestre para navegar y encontrar el camino que las lleve a climas más propicios para sobrevivir inviernos fríos, aparearse y tener a su descendencia (algunas, como las mariposas monarca, van logrando esto en el camino, de manera que las que llegan a México no son las mismas que partieron desde Canadá, sino sus descendientes). Durante mucho tiempo se pensó que el fundamento de la magnetorrecepción en aves era la presencia de magnetita, un mineral magnético de fierro que le servía de compás, indicándole la dirección del norte magnético terrestre, pero ni el petirrojo tiene el pecho rojo por la gota de sangre de Jesucristo del cuento de Selma Lagerlöf ni su sentido magnético se debe a la magnetita.
En 1976 los ornitólogos y esposos Wolfgang y Roswitha Wiltschko publicaron un artículo en el que demostraban plenamente que, en efecto, los petirrojos podían detectar el campo magnético terrestre. Por desgracia para los defensores de la teoría de la magnetita, los experimentos de los Wiltschko mostraban también que el sentido magnético de los petirrojos funciona como un compás de inclinación, que sólo les permite determinar el ángulo de las líneas del campo magnético terrestre con respecto a la superficie del planeta; estas líneas son casi paralelas cerca del ecuador y casi paralelas cerca de los polos. O sea que un petirrojo puede saber si se está acercando a una zona tropical, pero no puede distinguir el norte del sur, como sí podría si su sentido se basara en la magnetita en el papel de una brújula interna. El golpe mortal para la magnetita ocurrió en 2012, cuando otros científicos determinaron que los depósitos de magnetita, al menos en el pico de las palomas (Columba livia), no tenían nada que ver con la magnetorrecepción de esta especie, sino que las células ricas en hierro eran en realidad macrófagos, parte de su sistema inmune.1
En 1976 Klauss Schulten, un físico-químico (más lo primero que lo segundo pues, según McFadden y Al-Khalili, al parecer Schulten era un teórico de papel y lápiz que carecía casi por completo de experiencia en el laboratorio) del Instituto Max Planck, postuló que la magnetorrecepción aviar podía explicarse en términos de una reacción química que ocurría dentro de los criptocromos, unas proteínas receptoras de luz que se encuentran en la retina de petirrojos y otras especies y que están involucradas en sus ritmos circadianos. Schulten propuso que los fotones —las partículas de luz— que incidían en los criptocromos ocasionaban una transferencia de electrones y la formación de átomos con electrones desapareados (que se encuentran solos en su orbital, que entonces se considera semiocupado), conocidos como radicales libres.
Los electrones tienen una propiedad conocida como momento angular interno o espín y, de acuerdo con la teoría cuántica, los pares que originalmente estaban en el mismo orbital de un átomo permanecen entrelazados, es decir, el estado de su espín está correlacionado sin importar la distancia que exista entre ellos (en otras palabras, el comportamiento de uno puede afectar instantáneamente al del otro, aunque se encuentren en extremos opuestos del universo; esto fue lo que Einstein consideró como “acción fantasmal a distancia”).
Siguiendo los principios de la mecánica cuántica, cada par de electrones desapareados, que ahora están en diferentes átomos, se halla en una superposición de dos o más estados diferentes a la vez hasta que se haga una medición para verificarlo (de aquí la famosa paradoja del Gato de Schrödinger) y, si se encuentran lejos del núcleo, son influidos por el campo magnético terrestre, cuyo ángulo con respecto a la orientación de estos electrones cambia la probabilidad de que se encuentren en un estado llamado singlete (perdona, Cervantes, a los físicos cuánticos, por preferir esto a traducciones como singular, único o simple para single) o en otro referido como triplete. Así, en años recientes, diferentes equipos de científicos (quienes, a diferencia de Schulten, sí sabían cómo diseñar y hacer experimentos en el laboratorio) han mostrado que los cambios en la intensidad y ángulo del campo magnético a los que está sujeto el petirrojo durante su vuelo, al afectar el balance entre estados singlete/triplete producen a su vez una diferencia en una reacción química dentro de los criptocromos, los cuales envían una señal al cerebro del pájaro para decirle dónde está el polo magnético más próximo.2
¡Hágase la luz!… y el camino cuántico, en la fotosíntesis
Dejemos en paz a las aves y pasemos a campos más verdes para hablar sobre la fotosíntesis, el proceso que permite a millones de especies convertir energía solar en forma de fotones en energía química estable en forma de moléculas de ATP que posteriormente se usan para obtener compuestos orgánicos. Diferentes moléculas son responsables de esta conversión en distintas especies de bacterias, algas y plantas, siendo la más famosa la clorofila. En todas ellas lo que más llamó la atención de los biólogos cuánticos es su eficiencia: cerca de 100% de los fotones absorbidos son transferidos exitosamente al centro de reacción en el que se dan las transformaciones energéticas.
Como los centros de reacción están generalmente bastante alejados (si pensamos en términos de estas escalas moleculares) de la molécula excitada de clorofila (o de alguna otra molécula fotosintética, dependiendo del organismo del que se trate), la energía del fotón tiene que ser transferida de esa molécula a otra molécula vecina y de ésta a otra y así sucesivamente hasta alcanzar el centro de reacción. ¿Cómo determinan estas moléculas cuál es la ruta óptima que les permita una mínima pérdida de energía? La explicación clásica, sin recurrir a la mecánica cuántica, era que los fotones seguían una caminata aleatoria, similar a la trayectoria de un borracho que se dirige a su casa al salir de una cantina.
Todo aquel que haya observado a un borracho o que haya estado en una situación etílica parecida sabrá que un camino aleatorio dista mucho de ser el más eficiente si de energía hablamos, trátese de fotones o de cualquier otra. Pero si, gracias a la mecánica cuántica, el borracho o los fotones pudieran seguir todas las rutas posibles hacia la casa o hacia el centro de reacción simultáneamente antes de encaminarse en la óptima, esto sería un mundo (cuántico) de diferencia. Esta caminata cuántica fue precisamente la que descubrieron Graham Fleming y sus colaboradores en 2007.3
Saltos cuánticos de fe
Llegados a este punto, tal vez no esté por demás aclarar que, aunque varias otras hipótesis de la biología cuántica son altamente especulativas, nada hay en ellas que implique, hablando metafóricamente, un salto cuántico que extrapole efectos que han sido explicados por la teoría cuántica, y observados y validados una y otra vez mediante experimentos, de una escala atómica a nuestra macroescala. Actualmente se discute, por ejemplo, si el sentido del olfato se basa en el efecto túnel (tunneling, en inglés, que al parecer nadie se ha atrevido, aún, a llamarlo tuneleo en español): el paso de un electrón a través de una barrera para desaparecer de un lado y reaparecer en el otro lado de ella, dado que experimentos recientes sugieren que las explicaciones tradicionales son insuficientes.
Teorías pseudocientíficas como las de Rupert Sheldrake son pura fantasía. Según Sheldrake, un supuesto entrelazamiento cuántico —una “resonancia mórfica”, en palabras de este charlatán— con nuestro perro le permite saber exactamente el momento en que llegaremos a casa. Para Sheldrake es evidente que detrás de la comunicación telepática está el efecto túnel, que permite que mis pensamientos atraviesen los huesos, músculos y tejidos de mi cabeza y de la de algún amigo para que, sin necesidad de WhatsApp, sepa que le tocaba traer las botanas a la fiesta. De igual manera, todo aquello a lo que el New Age y sus gurús añaden el adjetivo “cuántico” para imbuirlo de supuesta ciencia —como curación cuántica, meditación cuántica, coaching cuántico y hasta, ¿por qué no?, homeopatía cuántica—, a pesar de su rimbombante sonoridad, no deja de ser mera charlatanería.
Ya que estamos en ello, no, Deepak Chopra no tenía razón al hablar de conciencia cuántica en su muy libre y errónea interpretación de la mecánica cuántica. No obstante y pseudociencia aparte, sí es verdad que el matemático Roger Penrose propuso en 1989, en su obra La nueva mente del emperador, una teoría según la cual el cerebro humano funciona como una computadora cuántica que permite la emergencia de la conciencia no hay evidencia que la valide y, peor todavía, a la fecha no hay un solo científico que sea capaz de definir con certeza de qué hablamos cuando hablamos de conciencia (si bien es verdad que la ciencia puede reconocer, con ayuda de instrumentos y pruebas diversas, la existencia de estados de conciencia en humanos, el resto de los mamíferos, pájaros, pulpos y otras especies). Todo esto, por supuesto, no desalienta a los biólogos cuánticos o, al menos, no a Maiden y Al-Calila, quienes consideran que el fracaso del modelo de Penrose no descarta que la mecánica cuántica en verdad esté íntimamente involucrada tanto en 1) el origen de la conciencia como en lo que ellos consideran los otros dos de “los grandes misterios de la ciencia”: 2) el origen del universo y 3) el origen de la vida. De su involucramiento en el segundo misterio ya no hay duda, y ya veremos si los biólogos cuánticos tienen éxito con el primero y el tercero. En definitiva, los desafíos y el futuro de esta ciencia tan extraña lucen muy prometedores.
Luis Javier Plata Rosas
Doctor en oceanografía por la Universidad de Guadalajara. Es autor de Ciencia Pop, La física del Coyote y el Correcaminos, y más ciencia (y muchos más dibujos animados) y de El teorema del Patito Feo. Encuentros entre la ciencia y los cuentos de hadas.
1 Treiber,C.D., M.C. Salzer, J. Riegler, N. Edelman, C. Sugar, M. Breuss, P. Pichler, H. Cardiou, M. Saunders, M. Lythgoe, J. Shaw y D.A. Keays, “Clusters of iron-rich cells in the upper beak of pigeons are macrophages not magnetosensitive neurons”, Nature, 484(7394), 2012, pp. 367-370.
2 Una reseña de varios de ellos, así como del tema de la biología cuántica, es presentada en: Lambert, N., Y.N. Chen, Y.C. Cheng, C.M. Li, G.Y. Chen y F. Nori, “Quantum biology”, Nature Physics, 9, 2012, pp. 10-18.
3 Engel, G.S., T.R. Calhoun, E.L. Read, T.K. Ahn, T. Manca, Y.C. Cheng, R.E. Blankenship y G.R. Fleming, “Evidence for wavelike energy transfer through quantum coherence in photosynthetic systems”, Nature, 446, 2007, pp. 782-786.
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