Nadie sabe cómo será el futuro de la humanidad dentro de mil años.
Cualquier intento de prever qué pasará sería tan inútil como erróneo.
Es como pretender que los eruditos del año 1000
profetizaran sobre cómo sería la vida en el 2000.
Claro que siempre hay visionarios capaces de levantar el velo del futuro
y entrever algo de los que nos espera.
Y no hablamos de Julio Verne, que extrapoló la tecnología de su época a un futuro próximo, sino de Roger Bacon, un filósofo y científico del siglo XIII conocido por sus contemporáneos como doctor mirabilis, que nos legó una profecía en nada equivocada:
“Se pueden crear grandes buques de río y oceánicos con motores y sin remeros,
gobernados por un timonel y que se desplazan a mayor velocidad
que si fueran de remeros.
Se puede crear una carroza que se desplace a una velocidad inconcebible
sin enganchar en ella animales.
Se pueden crear aeronaves que, girando uno u otro aparato,
obligará a las alas artificiales a aletear en el aire como los pájaros.
Se puede construir una pequeña máquina para levantar
y bajar cargas extraordinariamente grandes, una máquina de gran utilidad.
Al mismo tiempo, se pueden crear tales máquinas con ayuda de las cuales el hombre descenderá al fondo de los ríos y los mares sin peligro para su salud.”
Podemos intentar hacer como Bacon.
¿Qué será de la humanidad cuando se convierta en una civilización
del tipo de las películas de ciencia-ficción?
La mayor empresa que podamos enfrentar es la terraformación de planetas.
Como no podía ser de otra forma, el inventor del término fue
un autor de ciencia-ficción:
el maestro de la space opera Jack Williamson en su obra Collision Orbit.
Según el experto en terraformación Martyn Fogg, la terraformación es
“un proceso de ingeniería planetaria destinada a mejorar la capacidad de un ambiente planetario extraterrestre para mantener la vida.
El objetivo final de la terraformación sería la construcción
de una biosfera planetaria que simule la de la Tierra”.
La primera propuesta seria de terraformación apareció en una de las revistas científicas
más prestigiosas, Science, en 1961.
La intención de Sagan era convertir Venus, un planeta estéril y ardiente
por culpa de un tremendo efecto invernadero, en una nueva Tierra.
Suponía que la composición de las nubes del planeta era en su mayoría vapor de agua,
por lo que sería un buen nicho para la vida.
Así que propuso sembrar las nubes con algas microbianas,
Nostocaceae, capaces de procesar el dióxido de carbono en oxígeno gracias
a la fotosíntesis reduciendo, de paso, el efecto invernadero.
Esta “ingeniería planetaria microbiológica” como lo llamó Sagan
no ha soportado el paso del tiempo y hoy se ha demostrado inviable.
Sin embargo, hemos seguido progresando.
El primer planeta que terraformaremos será Marte.
El primer paso para recrear la atmósfera primitiva de Marte,
muy parecida a la de la Tierra primitiva, será mediante la instalación de factorías productoras gases invernadero artificiales, como el perfluorometano (CF4).
Así, si se libera al mismo ritmo que los CFCs en la Tierra (1.000 toneladas por hora)
la temperatura media del planeta aumentaría 10 C en una pocas décadas.
Esta temperatura provocará que grandes cantidades de dióxido de carbono
encerradas en un tipo de roca marciana, los regolitos, se libere,
lo que haría que el planeta se calentara aún más rápido.
Estos efectos se podrían aumentar si liberásemos en su superficie bacterias productoras
de metano y amoniaco, pues ambos son poderosos gases invernadero.
El resultado neto sería la formación de una atmósfera marciana
con unas más que aceptables presión y temperatura atmosféricas.
Esta sería la parte fácil.
La insolación sobre Marte habría que aumentarla, como mínimo, en un 30%,
para acercarla a la terrestre.
Esto sería posible mediante la instalación de espejos en órbita del tipo
de las velas solares, algo totalmente al alcance de una tecnología c
omo la de una Kardashev 2. A continuación deberían conseguirse
unos niveles válidos de nitrógeno y oxígeno en la atmósfera.
Para ello, Martyn Fogg propone la volatilización de nitratos y carbonatos
mediante dos métodos, a cada cual más catastrófico:
por impactos meteoríticos dirigidos o por minería nuclear.
Ambas consiguen la volatilización in situ de estos elementos mediante
la inyección de calor en profundidad.
El agua puede parecer que es una empresa más sencilla. Con el aumento de la temperatura el hielo que se supone existe a unos cuantos metros por debajo de la superficie,
en el permafrost. Sin embargo, allí no hay suficiente agua.
La única forma de añadir agua a Marte es mediante un intenso bombardeo cometario,
algo que ya sucedió cuando la Tierra era joven.
De hecho, se supone que el 30% del agua que hoy existe sobre la Tierra proviene
de aquellos cometas.
Esta violenta transformación marciana implicaría, evidentemente,
una evacuación de los asentamientos humanos hacia los polos.
Tras 200 años, Marte tendría una temperatura global de 8ºC, una presión total
de unos 240 milibares (la presión normal en la Tierra es de 1.013)
y con agua corriendo por le 10% de su superficie con una profundidad media de 70 m.
La pequeña cantidad de oxígeno liberado en la atmósfera empezaría a formar
el ozono suficiente para detener parte de la radiación ultravioleta.
En estas condiciones, la siembra de algas y otro tipo de vida microbiana acuática
sería factible: su supervivencia estaría asegurada a una profundidad de 10 m
por debajo de la superficie del agua.
El problema más acuciante en este punto de la terraformación es el del nitrógeno
en la atmósfera. Los procesos biológicos que liberan nitrógeno tardarían miles
de años en llegar a los niveles necesarios para hacer la atmósfera marciana adecuada
para el ser humano; un plazo de tiempo totalmente desproporcionado para un proyecto
de ingeniería planetaria.
Pero relativamente cerca los ingenieros planetarios disponen
de una fuente prácticamente inagotable de nitrógeno:
el satélite de Saturno Titán.
Así, 500 años después del comienzo del programa, la humanidad habría convertido
Marte en una nueva Tierra.
Por desgracia, el mantenimiento de un Marte habitable es absolutamente necesario.
El control de esta biosfera artificial sería el objetivo principal y al que se dedicarían
los mayores esfuerzos por parte de los futuros “marcianos”: éste es el precio
a pagar por reproducir la Tierra en otro lugar.
El futuro de la humanidad no sólo pasa por resolver el problema del espacio
y de los recursos naturales.
También se necesita una fuente de energía que la proporcione en grandes cantidades
y sea prácticamente inagotable.
Podríamos pensar en la fusión nuclear o en cualquier otra fuente completamente
diferente y que, en este momento, se nos escapa.
Pero agarrarnos a unas posible y misteriosa ciencia futura no es de recibo
si hacemos especulación científica.
Una civilización avanzada gasta tanta energía como la que emite su propia estrella. Entonces, ¿qué mejor manera de obtenerla que de la propia estrella?
Este fue el razonamiento del físico Freeman Dyson,
cuando publicó en Science su famosa esfera un año antes que Sagan hiciera
lo propio con su propuesta de terraformación de Venus.
En resumidas cuentas, una esfera de Dyson no es otra cosa que un “envoltorio”
de células solares que rodea completamente al Sol como la piel de una manzana.
Tres son los posibles radios de este espectacular cascarón:
a 9 millones de kilómetros del Sol, entre las órbitas de Mercurio y Venus o,
como propuso originalmente Dyson, a la distancia de la Tierra al Sol.
Dos son los problemas con los que se enfrenta este tipo de megaconstrucción planetaria:
de dónde sacar los materiales para construirla –una esfera de Dyson
situada a la distancia de la Tierra tendría un área interna de 183 mil billones de kilómetros cuadrados- y cómo solventar el problema de los efectos gravitatorios de los planetas interiores que podrían destrozar esta estructura. La solución al doble problema es única:
si los planetas molestan, los quitamos.
“Es posible desmenuzar planetas”, escribió Dyson en 1966.
Al triturarlos, obtendremos los materiales necesarios para construir la esfera.
Y si es necesario, podemos acabar con Júpiter.
Esto se podría hacer de dos formas: acelerándolo o volándolo.
Lo primero se conseguiría recubriendo el planeta con cable superconductor.
Debido a su campo magnético, Júpiter se convertiría en un motor eléctrico
que empezaría a girar cada vez más deprisa hasta el punto en que la gravedad
no sería capaz de mantenerlo estable. Pero el tiempo de espera sería casi eterno:
unos 40.000 años. La voladura es una opción más aceptable.
La cuestión no es reventarlo de manera incontrolada, sino del mismo modo que
se hace al derribar edificios, solo que más a lo grande:
lo que se llama voladura termonuclear subatmosférica controlada.
En resumen, mediante cargas nucleares estratégicamente situadas en el interior
de la atmósfera de Júpiter.
El único inconveniente es que no hay forma de conseguir todo el material necesario
en el Sistema Solar para construir esta esfera.
Una esfera de Dyson necesita del orden de 260 Tierras.
Dentro de un millar de años, si la Humanidad todavía vive, saltaremos a las estrellas.
Las distancias son enormes y no sabemos bajo qué soles encontraremos planetas habitables, pero la exploración podrá ponerse en marcha.
Y todo gracias a sondas automáticas de Von Neumann.
En 1940 John Von Neumann demostró matemáticamente que los autómatas autorreproductores eran posibles.
Esto es, que no existía ningún condicionante
teórico que prohibiera este tipo de máquinas.
A partir de esta idea, los físicos Frank Tipler y John D. Barrow han calculado
el tiempo que una civilización de tipo 3 invertiría en explorar toda la galaxia.
Suponiendo que existe un planeta habitable cada 50 años-luz de distancia,
que estas sondas automáticas viajan a un décimo de la velocidad de la luz
y que las sondas tardan en consolidar la posición en un planeta unos 500 años
(el tiempo necesario para terraformarlo), ¡en sólo dos millones de años esta civilización
ya habría colonizado la galaxia!
Si reducimos su velocidad a 30 km/s tardaríamos algo más: unos 30 millones de años.
Un lapso muy breve en lo que es el tiempo cósmico.
De hecho, este cálculo es el que utilizan Tipler y Barrow para afirmar que estamos
solos en la Galaxia. Si hay un número suficiente de civilizaciones inteligentes,
alguna de ellas ya habría alcanzado el estadio de lanzarse
a la exploración automática de la Galaxia.
Como sobre la Tierra no hemos encontrado ninguna sonda de Von Neumann,
entonces es que no existen estas civilizaciones.
Y como es bastante improbable que seamos nosotros la primera civilización tecnológicamente avanzada en la galaxia, entonces estamos solos.
Llegados a este punto la imaginación se dispara aún más.
Los astrofísicos Sagan y Shklovskii propusieron provocar explosiones
de supernovas artificiales mediante láseres de una potencia inimaginable:
un billón de Gigawatios.
¿Por qué? En las explosiones de supernova es cuando se crean los elementos pesados,
los elementos con los que se construye una civilización tecnológica.
Por su parte, Martin Fogg propone crear estrellas:
hacer brillar aquellos
objetos celestes que jamás pudieron convertirse en estrellas
por no contener
suficiente masa.
¿Cömo? Utilizando los microagujeros negros
-agujeros negros del tamaño de la cabeza de un alfiler-
que se supone se crearon con la Gran Explosión.
La gran mayoría se habrían desintegrado ya, pero aún sobrevivirían
algunos para poder lanzarlos contra esas “estrellas abortadas”
y,
colocados en su interior, hacerlas brillar.
O, ¡por qué no!
Construyendo microagujeros negros en el laboratorio
y trasladándolos hacia allí.
Increíble. Aún hoy no faltan científicos capaces de hablar de esferas de
Dyson galácticas, internet galáctica, la siembra de vida en otros planetas
y reorganización de la estructura galáctica para obtener el máximo nivel
de recursos a la Vía Láctea…
Pero ya se sabe, la imaginación es libre y el papel aguanta lo que escribas.
masabadell
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