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Llueve.
El agua está lavando la ciudad
con sus miedos arcaicos, incrustados
en aceras antiguas y volátiles.
El sonido de las gotas
me hace recordar itinerarios
de vida trepidante,
la biografía azul de los olvidos
que entrelazan mi pluma con el vértigo.
Llueve.
El agua se diluye entre las piedras
cala en los transeúntes
que caminan despacio a alguna parte.
La lluvia primigenia me delata
mirando en dirección al horizonte.
La gente por las calles ya no ve.
Absorta en sus problemas, sin raíces,
pretende conjurar al universo.
Llueve.
El mar se hace presente en la ciudad,
a través de su ciclo, con las nubes.
El agua me hace ser algo más dúctil
y sé que he de aceptar cualquier destino.
La voluntad abraza vida y muerte,
pero el azar me lleva por rincones
oscuros como henna o azabache.
La lluvia reconcilia mi piel suave
con un tiempo de amor o de naufragios
y me inundo de espacios en secreto,
para
poder
de
nuevo
levantarme.
Ana Muela Sopeña
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