jueves, 20 de enero de 2011

Aquellos libros prohibidos.


Crédito: LincolnStein / Creative Commons - Flickr!
Antes de que el Santo Oficio publicara el primer Índice de Libros Prohibidos en 1559, las palabras ya eran encadenadas, como Prometeo, a una roca. 
La intolerancia, favorecida por una censura que se remonta oficialmente a la Pragmática de 1502, se cebaba con ellas, y al acecho de la heterodoxia el poder actuaba como el águila del mito griego.
Aquí vamos a hablar, no obstante, de un tema más resbaladizo, las obras prohibidas durante la Edad Media, cuando Valdés aún no había puesto sus ojos en el Ars Amandi de Ovidio, ni era pecado disfrutar con la lectura del Lazarillo, ni fray Luis había sido procesado.
El viaje es apasionante.
 En el vagón vemos a Gutenberg, padre de la imprenta, entre prismas de metal que, a la postre, no harían sino remedar los manuscritos: los primeros incunables tenían, en efecto, el aspecto de esas obras en las que los copistas se dejaban los ojos, lo mismo que las primeras películas sonoras parecían todavía mudas.
 La Biblia del alemán fue el primer libro impreso mediante tipos y provocó el sacrificio de varios carneros pero, sobre todo, trazó una coma en la línea del tiempo que nos condujo al nacimiento de una nueva edad, si bien hay historiadores que prefieren las fechas de 1453 y 1492 para establecer el tránsito.
Gutenberg
Johannes Gutenberg, padre de la imprenta.
La velocidad de la impresión –alrededor de diez mil libros vieron la luz en el siglo XV–, unida al bajo coste de las obras, multiplicó la vigilancia de la Iglesia y del Estado, temerosos de que el mal de las ideas degenerara en pandemia.
 El dominico Filippo di Strata (autor de la célebre sentencia meretrix est stampificata, “La imprenta es una puta”)
 No podía soportar en la Venecia del siglo XV que las clases populares coquetearan con libros peligrosos, principalmente relatos mitológicos y poesías eróticas; y en 1473 la obra De confessione, del catedrático Martínez de Osma, fue escupida por las calles hasta su quema frente a la iglesia de Santa María de Alcalá de Henares.

ANTECEDENTES MUY REMOTOS
Pero la intervención de esos “grandes hermanos”, Iglesia y Estado, no constituyó una sorpresa: hubo muchos antecedentes y algunos muy remotos. 

Según F. Báez, “la exploración del estrato IV del templo de la temible diosa Eanna, en la ciudad de Uruk, desenterró varias tablillas, algunas enteras, pero otras en fragmentos, pulverizadas o quemadas, que pueden fecharse entre los años 4100 o 3300 a.C.”, lo que, según el mismo autor, supondría que el inicio de los libros coincidió con el de sus primeras destrucciones.

 ¡Y cómo olvidar las bibliotecas de Nínive o las llamas que devoraron la de Alejandría!

Aún cuando habitualmente la palabra escrita perviviera en muchos momentos como objeto de estudio o solaz para la jerarquía eclesiástica, registramos persecuciones de libros bajo múltiples formas, alguna por simple conveniencia, como la que se dio en China al prohibir las inofensivas Historias viejas y nuevas… ¡sólo por convertirse en un best-seller!
 Y es que los jóvenes las preferían al pesado estudio de Confucio

ALQUIMISTAS Y HEREJES
Pero, por lo general, la intolerancia religiosa fue el motivo principal.
 No olvidemos que la Inquisición echó a andar en 1231 con los estatutos Excommunicamus y el papa Gregorio IX llevando las riendas de la cristiandad.

 Apenas un siglo más tarde, un completo Manual de inquisidores, obra del dominico Bernard Gui, azote de la herejía beguinista, nos permite reconstruir el guión que se empleaba para interrogar a los herejes.

Uno de los personajes más controvertido de toda la Edad Media fue el maestro de Alejandro MagnoAristóteles, protagonista involuntario de una crisis intelectual que tuvo su epicentro en Oxford, donde sus obras se introdujeron sin atender las limitaciones que pretendían enmendar sus ideas.
Acerca del segundo libro de la Poética de este autor, perdido como otros, Umberto Eco imagina que la Iglesia quiso destruirlo para frenar la incontenible influencia de sus comedias; la risa también estaba prohibida… 
Fue a finales del siglo XIII cuando Juan XXI solicitó un informe sobre los errores que se enseñaban en la Universidad, que sirvió para castigar a los averroístas, así como para poner en cuarentena algunas tesis de santo Tomás de Aquino.
Otro ilustre perseguido fue Enrique de Villena (1384-1434), nieto bastardo de Enrique II de Castilla, alquimista y poeta al que el día de su muerte confiscaron sus libros, algunos de los cuales, comoÁngel Raziel, desaparecieron en la hoguera. 
Su fama de brujo, sin embargo, hizo que se salvaran algunas de sus obras; ya que Lope de Barrientos, obispo de Segovia que ejerció como censor por orden de Juan II, estaba interesado secretamente por la magia. 
Conviene recordar que, según la investigación de P. E. Russell, no faltaron en aquellos tiempos “académicos que defendieron y explicaron con pormenores las operaciones de la astrología nigromántica y la invocación de los demonios, como lo hizo el médico boloñés Antonio de Montulmo en su tratado De occultis et manifestis artium”.
Pero si hay un personaje que encarne esta lucha entre la conciencia y sus sometimientos es Pedro Abelardo (1079-1142), el amante de Eloísa que, en su enfrentamiento con san Bernardo a propósito de unas obras de teología puestas en solfa por Guillermo, abad de Saint Thierry y afín a Bernardo, fue condenado en Sens antes de obtener el perdón final, habiendo sufrido, eso sí, la rigurosa quema de gran parte de sus obras.
Pedro Abelardo y Eloísa, en una pintura de Jean Vignaud.
Pedro Abelardo y Eloísa, en una pintura de Jean Vignaud.
Las herejías medievales, que inspiran en nuestros días tantas novelas y fantasías, fueron también acorraladas. 
El movimiento valdense, nacido en Lyon y del que nos informa la Crónica anónima de Laon, nos topamos con el poderoso movimiento cátaro.
 “Los cátaros han escrito mucho y las controversias aluden a numerosos títulos de obras.
 Casi todas se han perdido, tal fue el celo de la Inquisición por enviarlas a la hoguera.
 Lo que las investigaciones más recientes han sacado a la luz o restituido es solo una mínima parte de una literatura que fue abundante”,
 leemos en J. Paul.
 Lo cierto es que aún nos es dado revisar su filosofía gracias a dos tratados, Liber contra Manicheos, de Durand de Huesca, y Liber de duobus principiis, inspirada en un escrito de Jean de Lugio.

EL RENACIMIENTO CAROLINGIO
Al hablar de la cultura medieval, es forzoso hacer una parada e insistir en la importancia que tuvo el renacimiento carolingio a finales del siglo VIII.

 La obra de Alcuino de York, comparada por algunos historiadores con la de Beda el Venerable, sirvió para iluminar el camino por el que los hombres habían transitado hasta entonces.

 Porque tras las invasiones bárbaras “las bibliotecas estaban cerradas como sepulcros a perpetuidad”, según escribió Amiano Marcelino en el siglo IV d.C.

Estatua de Isidoro de Sevilla, en la entrada a la Biblioteca Nacional de Madrid. Crédito: Wikipedia.
Estatua de Isidoro de Sevilla, en la entrada a la Biblioteca Nacional de Madrid
En España, pese a las veleidades líricas de algunos monarcas visigodos como Chindasvinto o Sisebuto, los desvelos culturales se contaban –naturalmente exageramos– con los dedos de una mano, por lo que la magna figura de Isidoro de Sevilla, autor de las Etimologías en el siglo VII, no deja de asombrarnos. Fue, con el Beato de Liébana y sus Comentarios al Apocalipsis, el autor más leído en los monasterios; y a ellos habría que sumar los nombres de san Gregorio Magno y san Agustín. A su vez, san Fructuoso (s. VII) creó varias bibliotecas en los monasterios que fundó; elconde Laurencio mantuvo otra en Toledo; mientras que la correspondencia del obispo de Zaragoza Braulio, compuesta por más de cuarenta cartas, no deja de descubrirnos nuevos títulos. 
Acceder a la cultura requería a veces largos viajes, como los que emprendieron san Leonardo a Constantinopla y Tajón –sucesor de Braulio– a Roma, según la Crónica Mozárabe de 754, en busca de las obras de san Gregorio Magno.

LA DESTRUCCIÓN DE LOS PALIMPSESTOS
Una de las mayores destrucciones de las que podemos dar fe fue, como todas, voluntaria, pero hasta cierto punto inconsciente, con ese aturdimiento infantil o esa indiferencia que pocas veces tienen arreglo.

Durante mucho tiempo, en particular hasta el siglo VIII, fue práctica habitual la reutilización de viejos pergaminos sobre los cuales los copistas escribían tratados de teología u otros documentos.
 Estos palimpsestos malograron obras de Cicerón como De República, y también de Plauto y Tito Livio, entre otros autores latinos.
Los monasterios, las escuelas episcopales o las casas de los nobles acogieron con el tiempo pequeñas bibliotecas con códices seleccionados que se salvaron gracias a la paciente reproducción de sus contenidos.
 Lejos de los talleres, sin prensas ni tipos a mano, los religiosos copiaban las obras clásicas grecolatinas en sus escritorios, ignorantes tal vez de lo que aquel legado llegaría a significar para Occidente. 
Uno de nuestros primeros copistas conocido se llamó Rosendo, vivió en el siglo IX y fue obispo de Mondoñedo.

EN LA ESPAÑA MUSULMANA
La invasión musulmana de 711 ofrece en la Península una breve relación de la destrucción de los libros a través de un par de muestras.

 La primera nos lleva a la biblioteca fundada por Al Hakam II en Córdoba, que llegó a reunir, dicen, cuatrocientos mil ejemplares, en uno de los momentos de mayor esplendor de Al Andaluz. 

El lugarteniente del califa, Almanzor, tras vencer al heredero legítimo de Al Hakam II, Hixam II, destruyó todos los libros no sagrados para los musulmanes.

 “Algunos de los libros fueron quemados, otros arrojados a los pozos de palacio, donde se les echó encima tierra y piedras, o destruidos de cualquier otra forma”, se sostiene en Tabaqát.

Y he aquí otro ejemplo: enfrentado al poder de las autoridades religiosas que no toleraban su independencia –se mantenía fiel a los ritos zahiri–, el gran poeta cordobés Ibn Hazm sufrió las iras de Al Mutadid de Sevilla, en teoría mecenas de los vates, quien ordenó quemar todos los libros del autor de El collar de la paloma.
 Sin miedo a las consecuencias, Ibn Hazm compuso unos célebres versos: 
“Aunque queméis el papel no podréis quemar /
 lo que encierra, porque lo llevo en mi pecho”.
Estatua en memoria del sabio Maimonides, en la ciudad de Córdoba. Crédito: Wikipedia.
Estatua en memoria del sabio Maimonides, en la ciudad de Córdoba. 
Los escritos de Ibn Masarra ardieron igualmente en la hoguera y el fanatismo almorávide reservó el mismo destino a las obras de Al Gazzali
Los libros del sabio judío Maimónides fueron ceniza en 1232 mientras que a finales del siglo XV el Talmud era señalado por el dedo de un auto de fe que lo condenaba.

CÓMO QUEMAR LIBROS
Alegremente, en el bellísimo capítulo de El Quijote –libro prohibido por la junta militar de Chile en 1981– acerca del donoso escrutinio, aprendemos que, para hacer una hoguera, conviene antes rociar el aposento con agua bendita por si algún encantador de los muchos que tienen los libros salta de sus páginas para encantarnos.

 Después, nada mejor que arrojarlos por la ventana “y hacer un rimero de ellos, y prenderles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo”.

La historia de la Humanidad ha ensayado, en definitiva, muchas fórmulas para tal propósito, pero la creación ha sobrevivido a la temperatura a la que arde el papel; y a menudo sentimos, como el cura en su diálogo con el barbero, que lloramos las lágrimas de Angélica por tantos buenos trabajos de amor perdidos.
“Quien mata un hombre mata una criatura, imagen de Dios; pero quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios”. Palabras de Milton en Areopagitica.
fuente:planetasapiens

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