Nuestro planeta está vestido con una tupida rejilla de energía cósmico-telúrica, algo así como una mosquitera planetaria cuyas paredes tienen un grosor de 20 cm y están separadas 2 metros en dirección norte-sur y 2,5 de este a oeste.
Es llamada red de Hartmann en honor del peculiar médico
alemán que la “descubrió” en la primera mitad del siglo XX,
aunque uno de los primeros en postularla fue un médico
y radiestesista francés llamado Peyré.
En 1937 dijo que existía “una radiación norte-sur, aparentemente magnética, y una radiación este-oeste, perpendicular a la primera
y de apariencia eléctrica”.
Hartmann fue el primero en demostrar su influencia perniciosa sobre nuestra salud midiendo las diferencias de resistencia cutánea corporal en 150.000 sujetos que permanecieron 30 minutos sobre una
“zona alterada telúricamente”.
Especialmente peligrosos para nuestra salud son los puntos de cruce
de la rejilla: nos dejan con las defensas tan bajas que no nos las
sube ni el Actimel.
Eso sí, a las hormigas les vienen de perlas mientras que los árboles tratarán de alejarse de ellos, por eso vemos que
algunos crecen torcidos…
Si quiere saber dónde están las líneas Hartmann en su casa llénela
de macetas con perejil, que es muy sensible a esta instancia.
Demos gracias a que vivimos en latitudes medias,
porque los pobres esquimales lo tienen que pasar muy mal:
como la Tierra no es plana la rejilla se va estrechando a medida
que nos acercamos a los polos.
¡No hay escape a las malvadas líneas Hartmann
en los círculos polares!
Y no le pregunten a ningún geólogo o geofísico por esta red:
los muy necios no la conocen porque sus aparatos son incapaces
de detectarla.
Hay que hacer como Hartmann; use un péndulo.
Usted tómelo tranquillo, léase cuatro libros y se habrá convertido
en “geobiólogo”.
Un título que le servirá para reorientar los muebles de la casa,
la cama…
y el dinero de los incautos que se crean esta bobada.
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