Los gitanos en Caravana, no poseían nada y lo tenían todo:
aire, fuego, libertad, familia.
Yo los miraba desde casa y sentía las ganas por estar entre ellos,
por caminar descalzo sin pincharme en los pies,
y pensé toda la vida que no se morían nunca,
que jamás les invadía la tristeza.
Todo les era útil y a mí me entusiasmaba observar cómo entraban tantas cosas en aquella carreta destartalada que servía de vehículo, de casa, de techo, de alacena.
A ellos les gustaban los muebles rotos,
los aparatos estropeados, las piezas que sobraban de las obras.
Y luego, construían artefactos rarísimos,
inventos para detectar la dirección del viento o la altura del
sol o la duración, a su manera, de los meses,
que para ellos, como el lunes y el martes y las horas voraces
y el calendario, carecían de prisas e importancia.
Eran libres.
Como una estación con linaje muy propio,
al margen del espacio.
Dependían del clima, de la sombra, de los arroyos, de la naturaleza,
en general, y de las brasas.
La salud la heredaban del aire puro, del paisaje... de ser independientes, soberanos; de cambiar de lugar cuando no estaban cómodos o sentían acaso el peso de la rutina, de huir sin ataduras
ni remordimientos, pues con ellos erraba todo lo que era suyo,
muy suyo, el perro, la familia, los burros
y cuantos artilugios cabían en la caravana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario