miércoles, 11 de mayo de 2011

Aquellos gitanos...


Los gitanos en Caravana, no poseían nada y lo tenían todo:
 aire, fuego, libertad, familia. 

Yo los miraba desde casa y sentía las ganas por estar entre ellos,
 por caminar descalzo sin pincharme en los pies,
 y pensé toda la vida que no se morían nunca,
 que jamás les invadía la tristeza. 

Todo les era útil y a mí me entusiasmaba observar cómo entraban tantas cosas en aquella carreta destartalada que servía de vehículo, de casa, de techo, de alacena.



A ellos les gustaban los muebles rotos, 
los aparatos estropeados, las piezas que sobraban de las obras.

 Y luego, construían artefactos rarísimos,
 inventos para detectar la dirección del viento o la altura del 
sol o la duración, a su manera, de los meses, 
que para ellos, como el lunes y el martes y las horas voraces
 y el calendario, carecían de prisas e importancia.

Eran libres.

Como una estación con linaje muy propio,
 al margen del espacio. 

Dependían del clima, de la sombra, de los arroyos, de la naturaleza, 
en general, y de las brasas. 

Y no necesitaban gobernantes ni médicos. 



La salud la heredaban del aire puro, del paisaje... de ser independientes, soberanos; de cambiar de lugar cuando no estaban cómodos o sentían acaso el peso de la rutina, de huir sin ataduras 
ni remordimientos, pues con ellos erraba todo lo que era suyo,
 muy suyo, el perro, la familia, los burros
 y cuantos artilugios cabían en la caravana.


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