El viejo monje despertó con lágrimas en los ojos.
Había soñado con un mundo extraño, imposible, donde los hombres ya no sonreían ni se saludaban entre ellos.
Donde gigantescas torres de piedra se elevaban hacia los cielos
tapando la luz del sol.
Donde estruendosas carretas movidas por fuerzas desconocidas transportaban a las gentes como bestias.
Donde la tierra y la hierba solo eran un recuerdo lejano.
Se levantó con dificultad y salió al exterior
de la pequeña choza al pie del monte.
Mientras la brisa acariciaba su rostro, con la luna como testigo,
entonó una oración, rogando porque semejante mundo
jamás existiera en el futuro.
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