He decidido hoy hablar del infinito.
Es un número cómodo, porque todo el mundo lo conoce incluso antes de aprender a sumar.
¿A quién no le han dicho desde la más tierna infancia que Dios es infinito?
Quizá la relación entre Dios y el infinito fue lo que retrasó la inclusión de este concepto en las matemáticas modernas y tal vez incluso tuvo su influencia en que el primer pobre matemático rey del infinito, Georg Cantor, muriera loco.
¿Qué es el infinito?
¿Si Dios es infinito, es el infinito, Dios?
El infinito es, en primer lugar, una artilugio verbal que los niños y niñas aún muy pequeños emplean para prevalecer sobre sus compañeros.
Tonto. Pues tú tonto más uno.
Pues tú infinito. Pues tú infinito más uno.
Pues tú infinito más infinito…
Y así hasta el infinito.
Pero algo más serio es definir el infinito como una idea que pretende poner límites a un concepto demasiado grande incluso para la imaginación
del ser humano.
Decir que el infinito es algo que no tiene fin es,
precisamente, ponerle fin, limitarlo, intentar captarlo en una idea que en realidad, no siendo infinita, es posible concebir.
Y es que considerar con detenimiento la idea de infinito hace tambalear
la mente al más pintado.
Supongamos, si no, que hay infinitos planetas en nuestro Universo.
Infinitos.
Es claro que serán o bien todos diferentes, o bien no.
Si son todos diferentes, todo lo posible existe en nuestro Universo,
todas las estrellas, los planetas y las formas de vida posibles,
ya que lo posible, en universo infinito, es inevitable.
Pero si no todos los planetas son diferentes, puesto que hay infinitos, habrá infinitas repeticiones de ellos.
Habrá infinitos Venus e infinitas Tierras.
Lo que es peor, habrá infinitos como yo (Dios nos libre) escribiendo infinitamente estas palabras para infinitos lectores como usted.
Una historia de gracia infinita que ilustra muy bien las paradojas del infinito es la historia del Hotel de Hilbert, llamado así en honor del matemático David Hilbert, quien lo inventó.
Es éste un hotel con infinitas habitaciones, es decir, un hotel como el que
le gustaría a más de uno construir en algún lugar de la costa de nuestro país, de recalificaciones infinitas.
Supongamos que el hotel esté construido en Marbella,
por un poner, y que usted se presenta allí para unas merecidas,
aunque no infinitas, vacaciones.
Desgraciadamente, el hotel está lleno con infinitos huéspedes que han tenido la misma idea que usted.
Sin embargo, no hay de qué preocuparse, el hotel es infinito.
El gerente del hotel le hace un sitio pidiendo amablemente a los huéspedes que se muden a una habitación de un número superior en una unidad
a la que ocupan.
Así el huésped de la habitación infinito pasa a la infinito más uno,
el de la 10 se muda a la 11, el de la habitación 5, a la 6 y el de la habitación 1, a la 2.
Queda vacante la habitación número 1, en la que usted se aloja para pasar sus vacaciones finitas, pero de relax infinito.
Pero, ¡ay! Sorpresa,
sus infinitos amigos deciden reunirse con usted en el hotel y se presentan
de improviso al día siguiente.
El hotel está lleno, llenísimo. Infinito más uno de lleno.
Pero el gerente, en su infinita amabilidad, promete hacer
sitio para sus amigos.
Para ello, comunica a los infinitos huéspedes del hotel que ahora deben mudarse a una habitación cuyo número sea el doble del número de la habitación que ocupan.
Así, usted se muda de la habitación 1 a la 2, el huésped de la 2 se muda
a la 4, el de la 3 a la 6, etc.
Con este truco quedan libres todas las habitaciones impares,
que, infinitas, son justo las necesarias para alojar a sus infinitos amigos.
Esta historia ilustra el hecho de que subconjuntos de conjuntos infinitos pueden ser igual de grandes que el conjunto original.
No hay duda de que si tenemos el conjunto de los números enteros
del 1 al 10, el subconjunto de los números pares, 2, 4, 6, 8, 10,
posee justamente la mitad de elementos.
Pero si tenemos el conjunto de los números enteros del 1 al infinito,
el subconjunto de los números pares no contiene la mitad, sino el mismo número de elementos, es decir, infinito.
Debemos concluir pues que,
si Dios es infinito, la mitad de Dios también lo es.
Pero no todos los infinitos son iguales.
Hay infinitos más grandes que otros.
Sí, sí, no me mire usted así.
Este hecho fue demostrado por Georg Cantor, el matemático que acabó sus días medio loco.
Para demostrarlo, Cantor consideró los números reales.
Son estos los números enteros, más las fracciones de los mismos,
los números decimales, y los números llamados irracionales, es decir, aquellos que no resultan de la división de dos números enteros, y entre los que se encuentran el número pi y la raíz cuadrada de 2.
Cantor intentó emparejar los números enteros y los números reales
y vio que era imposible; le faltaban números enteros, aún habiendo infinitos de ellos, para poder hacerlo.
No vamos a entrar aquí en los detalles, pero Cantor pudo demostrar que si
el número de números enteros es infinito, el número de números reales
es un infinito mayor.
Igualmente, Cantor demostró que el número de subconjuntos posibles
de un conjunto infinito es también un infinito mayor que el número
de elementos del conjunto inicial.
Pero no queda ahí la cosa.
Cantor demostró que existe una jerarquía de infinitos y que,
de hecho, existen infinito número de infinitos crecientes.
Es éste uno de los conceptos matemáticos más difíciles de entender
y si usted lo entiende, le aconsejaría que se lo hiciera mirar,
a menos que sea matemático.
En cualquier caso, no ha sido mi intención volverlo loco,
sino hacerle a usted pensar y considerar aún de lejos,
las relaciones extrañas existentes entre las matemáticas,
la lógica que las demuestra y las construye, y la filosofía de lo finito
y lo infinito, que toca con lo religioso.
Que usted lo pase bien.
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