Pampín se levantó los gruesos anteojos verdes y se refregó los ojos.
Miró el inmortal almanaque de “Cereales del oeste” colgado en la pared del fondo, arriba de los estantes cargados de licores y vinos de otros tiempos,
y ahogó las lágrimas que se le agolpaban con un vaso de ginebra.
Después miró el escudo de “Los caballeros de Toledo”
con su espada y su fusil cruzado desde siempre, que había colgado
ahí mismo a los días de haberse bajado del barco.
Se le ocurrió pensar como es que ese mísero clavo se mantenía
aún allí mientras la vida de su padre se había consumido
y la de él iba por el mismo camino.
Pensó en los primeros años, cuando recitaba el árbol genealógico
de su sangre española mirando el cuadro que ahora estaba
tapado en telarañas y polvo.
Talvés la angustia del recuerdo de su lejana tierra fue mitigada
por las historias, muchas veces cargadas de mentiras y fanfarronadas,
contadas a los parroquianos a la hora del vermut.
Pensó, porque lo único que podía hacer a esa altura era pensar.
Quiso amontonar los recuerdos y largarlos de un solo tirón
arriba del mostrador para soñar despierto.
Se le cruzó la vieja Siam a kerosen comprada a pagar
en cuotas junto a la cocina económica Istilart,
último modelo en aquellos años:
tres hornallas y horno con dos bandejas.
De reojo miró por la ventana y vio el yuyal
en el medio de la cancha de bochas.
Por el vidrio roto de la puerta entró una bocanada de aire fresco
y se sintió el olor a tierra mojada de la lluvia
que no tardaría mucho en caer.
Anotó en el márgen del libro de páginas amarillas
manchado por las moscas un montón de recuerdos más
y se volvió a refregar los ojos.
Cuando llego él,
había solo dos ranchos a la vera de la vía:
uno del viejo Caparrós y el otro del gringo Lauría.
Dos adelantados en el pago,
siempre con la semilla que daba más
o con la cosechadora último modelo,
pero que por ser honestos y derechos algo que ahora llamaban
el sistema los había dejado en pelotas.
Le parecía una locura ver las casas nuevas deshabitadas,
siempre con las luces apagadas abandonadas por aquellos
que le habían chupado la sangre a la tierra
y ahora habían marchado en busca de nuevos horizontes.
Aún asi, los tres ranchos con el sol de noche prendido
le seguían teniendo la vela al paraje.
Fue empalmando pasado con futuro.
El no tenía hijos, los de Caparros se habían ido al pueblo
porque querían ser doctores
y los de Lauría habían fundido a la última Cooperativa.
El viejo se había quedado ahí mismo soportando estoicamente
las críticas de los vecinos por las malandradas de sus hijos.
La penumbra del boliche se rompió cuando
entró Lauría y pidio un fernet.
Aunque no estaba, Pampín sirvió un gancia para Caparrós.
No tardaría en llegar.
A la media hora estaban los tres soñando,
estaban los tres atravezando la pampa con cosechadoras último modelo
y desafiándose unos a otros con los rindes de sus lote,
especulando con las ventas, porque total no había apuro.
Estaban en eso, en pleno recuerdo,
cuando la media luz se rompió nuevamente pero seguida
del sonido de pasos que no eran de alpargatas.
El señor estaba impecable por donde se lo mirara.
Los tres viejos lo miraron y se preguntaron
como había llegado hasta allí sin llenarse de polvo.
Había dos alternativas: o era uno de inspección de la Minicipalidad,
o uno de esos oportunistas que creen que por aquí
estan todos ahorcados y venden por dos mangos.
Ante la duda Pampin fue al fondo del boliche corrió
la mesa del fondo
y sacó el poster traído por su primo,
el que se había quedado en La Plata.
Al pasar leyó para adentro los primeros versos:
...no te des por vencido, ni aún vencido...
Después lo tiró arriba del mostrador del otro lado,
y sobre el blanco ya amarillo por el tiempo,
dibujó las veinte letras.
Agarró cuatro chinches,
les guiñó un ojo a los parroquianos
y cuando el de corbata se subía al último modelo colgó
el cartel sobre la desvencijada puerta:
"cerrado por melancolía"
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