En mitad de una calle vacía,
ella bailaba con la sombra que dibujaba la vela cansada de aquel farol triste.
A lo mejor por eso bailaba triste,
como si por mucho que se acercase nadie ella fuese a estar siempre en otro lugar, alejada de todo aquello.
Como si la música que inundaba su silencio nunca fuese a escucharla nadie más.
Sin saber bailar, la agarré de la muñeca con un giro y la enganché a mi cuerpo.
Y escuché aquél sonido olvidado que alguna vez había
intuido entre mis propios silbidos cuando me creía a solas.
Sobre las baldas mojados arremetimos con pasos de baile
Sobre las baldas mojados arremetimos con pasos de baile
que salieron de la nada, seguros de no estar allí.
Solos, bailamos durante horas, días. Meses.
Años enteros.
Bailamos como locos sabiendo que aquella música no sonaría nunca más para nadie, que cada nota perdida no se escribiría jamás en ninguna partitura.
Bailamos, hasta que la vela murió de vieja
Bailamos, hasta que la vela murió de vieja
y la música se deshizo literalmente en el aire,
y perdí su tacto en la oscuridad.
Y nunca llegué a saber si aquella noche gané algo,
o perdí lo poco que me quedaba.
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