Anochecía.
La luz que se filtraba a través de la cortina era suficiente para realzar su belleza.
Para admirarla en esa quietud;
en esa penumbra que la hacía aún mas hermosa.
Ella sola. Nacida. Desnuda aún. Deshabitada
Hacía calor, pero él sintió frío.
Ese frío que se cuela por los poros y avanza hasta contracturar el alma.
El frío que precede al desaliento, al temor, a lo inesperado, a las dudas.
Se ahogaba.
Abrió la ventana, encendió un cigarrillo
y la vio... borrosa, difuminada, deshaciéndose.
Yéndose de él.
De sus manos. Perdida.
La noche se fue quedando huérfana de luna.
Olía a perfumes en sosiego.
A savia adormecida.
Se apoyó en el marco de la ventana, mudo.
Tan huérfano como la noche. Con su ausencia.
Encendió el candil.
La necesitaba.
La necesitaba.
Y allí estaba, en reposo, esperándolo.
Con su dedo índice él la recorrió para sentirla.
Despacio.
Trazo a trazo.
Y ella, iluminada, anidó en su mano para latir.
Y ser sonido, asombro, vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario