El centro comercial estaba en penumbras y de fondo una leve música gitana, una melodía rumana que hacía flotar mi espíritu.
Comencé a recorrer las pinturas en el sentido de las agujas del reloj,
como me habían enseñado.
Su realismo mágico empezaba a imponerse y yo quería estar en aquel silencio.
Buscaba un hilo conductor para develar el enigma
y comprenderlo esa misma noche.
Vía Moldavia era la canción que se escuchaba cuando llegué a la obra
de la pared final: una gran puerta y después el cielo.
Nada particular pensé, y cuando estaba a punto de darme por vencido
vi una pluma que salía por el costado del cuadro.
Corrí levemente la obra y lo descubrí.
Estaba asustado y con un dedo cruzado en los labios pidiendo silencio.
Sus ojos eran de auxilio.
Entonces adelanté el pie y traspase el umbral.
Me tomó por la cintura y volé con él, sentí el viento de sus alas en mi espalda
y esquivamos un fuego de artificio.
Habló por primera y única vez:
-Con lo que cuesta eso mañana cientos de chicos tendrían
un plato de comida en su mesa.
Desde lo alto vimos la gran ciudad y sobre sus alas descubrí la realidad
que escondían los políticos.
Al amanecer atravesamos la ventana de mi habitación y comprendí el sueño.
Mejor dicho, creí el sueño,
pues cuando mire los rayos del sol que se filtraban por la cortina,
tres plumas flotaban en el aire.
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