Nunca esperé encontrar al León que me preguntara cuántas lenguas
se necesitan para guiar al ejército de las hormigas rojas hasta el peral.
Ni siquiera imagino para qué podrían querer ir a ese árbol tan seco como
la arena del desierto; pero seguramente su pregunta tenía alguna mala intención porque no es usual que se cruce en las vías de un individuo
que no tiene nada que ver con sus dominios.
Alguna vez me dijeron que no me fiara de él,
pues es traicionero y rara vez cumple su palabra;
tiene unas garras tan mordaces como dagas y una fuerza que supera
la de tres osos juntos; pero es tan cobarde como el hielo que se derrite
ante el sol y tan incongruente como las alas de una vaca.
Ese mismo León que en su ignorancia quiso vender el carbón cual diamantes y construir un castillo con palillos e hilo sobre un montón de hojas desecas por el otoño.
-“No lo sé”, “No me importunes con tus enigmas”,
le respondí y corrí tan rápido como pude sin voltear un instante atrás,
porque entonces lo hubiera visto justo detrás de mí con una sonrisa maliciosa y merodeándome cual fiera al asecho de un ciervo vulnerado.
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