Nicolás se niega a pagar la hipoteca en sus actuales circunstancias.
Las paredes de la cocina se derriten como si fueran mantequilla fundida.
El calor es insoportable.
Una luna fláccida y pringosa deja caer gotas de luz añil sobre la carretera,
por donde fluye un río de brea.
Dos gatos con escamas verdosas nadan aferrándose a una acera con textura de chicle masticado.
Nicolás abre una ventana fofa y un puñetazo de fuego lo tumba, como a un boxeador noqueado.
Se incorpora a duras penas y comienza a caminar.
Sus tobillos se hunden en las dúctiles baldosas.
A medida que se acerca al salón sus piernas ya están sumergidas
hasta las rodillas en la estructura blanda de su hogar.
Nicolás continúa moviéndose con el hormigón a la altura del pecho.
Logra llegar al dormitorio, pero una mano fantasma empuja su cabeza
bajo las losetas.
Al día siguiente, un nuevo espectro alquila la casa encantada.

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