sábado, 3 de diciembre de 2011

Ahijuna Satanás...



El labrador se detuvo en medio del campo, para descansar junto a su yegua “Mala Cara” debajo de la sombra de unos sauces al costado del arroyo. 

El sol parecía querer prenderle fuego hasta a los cascotes de tierra que se quebraban como tizas cuando el disco del arado los separaba del suelo.

 El graznido provocador de los teros, siempre le avisaban del lugar del nido,
 al que esquivaba, pues la pachamama no perdona 
si no se respeta a sus hijos.

¿Sudor?, ¡que va!, ni sudor quedaba en ese cuerpo flaco y seco,
 aunque contaba solamente treinta y siete primaveras y otros tantos inviernos; y de los dientes ni hablar, que fueron su dolor por años por no haber dentistas, hospital o valor para ir al pueblo a curar esa boca llena de nadas
 o a la mitad de algo, teñidos con el ocre y negro del tabaco barato y del papel de fumar.

De pronto, una nube de polvo se levantó haciendo un remolino a lo lejos,
 en el camino. - ¡Satanás, diablos y demonios! – dijo para si y oteó lo más lejos que pudo, aguzando el olfato por si se sentía olor a azufre, temiendo que fuera la luz mala.

 A lo lejos y bien pequeña, se veía a una persona caminando hacia él; era una mujer que mientras caminaba se iba desnudando; cuando estuvo casi a su frente, se dio cuenta de la belleza que portaba, su cuerpo armónico y sensual, que pese a lo insólito de la situación, igual lo dejó excitado y deslumbrado.

Ella tenía una manzana roja y brillante en una de sus manos y con la otra comenzó a acariciarse los pechos.

 Con los ojos lo invitaba a hacer el amor y sus labios brillantes le incitaban 
a besarla, a poseerla y recostándose sobre la hierba fresca, bien al borde
 del agua y abriendo sus piernas le mostró el camino del placer acomodándose de espaldas, esperándolo para ser penetrada. 


Su corazón estaba a punto de estallar, la tentación era tremenda y sacando fuerzas desde lo más íntimo de sus fibras religiosas le dijo en voz alta:

 - ¡andáte de acá Satanás! - 

mientras le mostraba un crucifijo hecho en Palo Santo y que siempre llevaba al cuello colgando de una trenza hecha de crines.

La mujer transformó su mirada dócil y comenzó a vociferar palabras en un idioma para él desconocido mientras regresaba al mismo punto desde donde la había visto venir.


Rezando en voz alta, con el crucifijo en la mano y con mucho miedo,
 la siguió desde una distancia prudente y al cruzar la alambrada, pudo ver que la mujer se subía a un Lamborghini rojo y que con la mano izquierda le hacía señas a puño cerrado y el dedo del medio en alto mientras le gritaba: -

 ¡putou! putou!

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