En derredor se abre un paisaje y se cierra otro.
En medio está el abismo.
El hombre no se mueve pero ya no contempla fuera de él.
No ha cerrado los ojos pero estos no ven.
En ese momento su mente se puebla de recuerdos.
Un historial, un balance.
Una sucesión de acontecimientos cuyo orden no está marcado por el tiempo sino por las aspiraciones y los deseos no satisfechos.
También por lo que hubo y se ha evaporado, pero eso no le atormenta.
El hombre suspira.
El suspiro tiene algo de voz de la conciencia.
Un gesto reflejo que expresa lo que siente con más profundidad
y lucidez que las palabras.
Es invierno, pero es sobre todo soledad.
La iconografía tradicional representa al invierno como el vacío aparente,
la borrosidad, el alejamiento del calor, la privación de los colores.
Acaso la soledad sea eso también.
Una distracción para que a su vez se manifieste el recogimiento.
Lo que dé ocasión a retomar los pasos y generar nueva vida.
Conciencia de mirar hacia dentro.
Y como sucede con el invierno, al hombre se le traslada la desprovisión
y el frío que le paralizan.
El hombre traduce sus pensamientos a imágenes externas.
Nadie, al pensar sobre facetas de sí mismo, por muy críticas que se encuentren, lo hace con la imagen de sus vísceras.
Las vísceras no son paisaje testimonail para el hombre.
El individuo necesita metáforas externas, abundantes, exuberantes, variadas.
Donde se proyecte y pueda reclamarse de testigos físicos naturales
que ha visto siempre.
Aunque un hombre se ponga a considerar su momento de la vida desde
una habitación cargada de miasma y de escasa luz, imagina el paisaje.
Unas laderas que descienden, un río al fondo del valle,
el aleteo de las ramas de los abedules, el fragor de la escarcha bajo los pies. Mejor si lo ve directamente.
El hombre precisa convertir el paisaje en cómplice de su estado.
Un hombre mira con ojos de compasión el paisaje helado.
Siente su descomposición y percibe la soledad mortificada por el silencio.
La soledad es la necesidad de uno mismo.
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