lunes, 2 de enero de 2012

Dos historias de ciencias...

Quizás el título no se corresponda con lo que les quiero contar en nuestra historia de hoy. 

Por un lado, quiero explicar a las mujeres lo peligroso que puede ser tener 
un novio biólogo apasionado y a los hombres los peligros de tener como padrino de bodas a un paleontólogo igual de apasionado.

Empezamos por el biólogo.

Estamos en la década de los años 1940, en la sala de actos de la Universidad de Cornell, en una clase de biología.
 Son las ocho de la mañana y los alumnos tratan de concentrarse. 
A la mayoría de los estudiantes la introducción a la genética de la mosca 
de la fruta se les hace muy cuesta arriba. 

Hay una alumna llamada Lotte Sielman que está lo suficientemente despierta como para oír al profesor que dice:

- Tenemos un alumno que ya ha publicado algunos estudios al respecto: George Streisinger. ¿Dónde está?

Y nadie contesta.
 Strisinger estaba todavía en la cama.
 La segunda vez que oyó el apellido, Lotte lo recordó al instante. 
Era el compañero de piso de su novio. 
Se lo había descrito como a un “chiflado” y probablemente, 
según decía el mismo novio, a Lotte le caería muy bien. 
Tan bien le cayó que acabó casándose con aquel chiflado
 (después de dejar al novio, claro está). 

Años antes, Strisinger había aprobado una prueba excepcionalmente 
dura para entrar en el Bronx High Scool of Science, que cuenta entre sus exalumnos con nada menos que seis Premios Nobel.

Strisinger era un naturalista nato. 
De niño, en Budapest, pasaba las tardes cazando mariposas o cuidando las palomas que su padre criaba en la azotea de su edificio. 

Tuvo que abandonarlas en 1939, pues el gobierno húngaro había aprobado
 las leyes antisemitas.
 Su futura esposa había hecho lo propio de Munich un año antes.

Lo divertido de la historia es la relación que hubo entre ambos, 
en la que su trabajo como investigador interaccionaba con sus vidas.
 Cuando Lotte se fue a Colorado para pasar las vacaciones con su familia, Strisinger le envió unos plátanos y unas probetas para 
que le cazara moscas de la fruta. 

Cuando acababan de conocerse solían asistir a conciertos de música 
de cámara o dar paseos para observar pájaros. 

Lotte recuerda que sus citas a menudo terminaban en un entorno
 muy romántico: en una charca del lugar a la que “George me llevaba para 
que observara los rituales de apareamiento de ranas y salamandras”. 

¿Se imaginan la situación?

George se trasladó a Indiana para trabajar con Salvador Luria mientras
que Lotte se quedó en Ithaca terminando su maestría.

Siempre que podía, nuestro hombre recorría en haciendo dedo más 
de 220 kilómetros (mitad de ida y mitad de vuelta) para ir a verla.

La pregunta es: 

¿quién es el chiflado, él por ser como era o ella por aguantarlo?

Vamos a la otra historia. 

En los momentos de descubrimiento los científicos
 olvidan las convenciones sociales. 

Una pareja se iba a casar en 1924. 

La boda no es en sí lo importante, sino lo que sucedió con el padrino mientras se estaba vistiendo. 

Antes de presentároslo, he de poneros en precedentes.

Por aquella época era de sobras conocido que Darwin había conjeturado
 en su libro “El origen del hombre” que nuestra especie se había originado
 en África.

La razón era porque nuestros parientes más próximos, 
los gorilas y los chimpancés, se encontraban allí. 

Pero no era más que un presentimiento y no había fósiles que lo respaldaran. 

Entre nosotros y el antepasado común que debíamos haber compartido 
con los grandes simios, un ancestro con más aspecto de simio que de humano, se abría una gran brecha.

Por otro lado, es fácil admitir la evolución en las diferentes especies, 
pero no en nosotros. 
Hay quienes admiten tranquilamente que los mamíferos evolucionaron 
a partir de los reptiles, pero todavía hoy les cuesta aceptar que nosotros hayamos evolucionado desde otra especie.

 Animados por la creencia religiosa de que el ser humano es un objeto especial de la creación, se resisten a aceptar que somos un producto 
del proceso ciego y mecánico de la selección natural.

 Si eso es así hoy día, imaginad por aquella época. 
Así mismo, he de recordar que un año después del que hablo, en 1925, 
el profesor John Scopes fue juzgado y hallado culpable de violar la Ley Butler del estado de Tenesee, donde enseñaba. 

Curiosamente, aquella ley prohibía ya no enseñar la evolución en general, 
sin la sola idea de que los humanos habían evolucionado.

Pues bien, el padrino de la boda era un joven profesor de anatomía de la Universidad de Witwatersrand llamado Raymon Dart.

 Poco antes, un antropólogo aficionado había hecho correr la voz 
de que estaba buscando “hallazgos interesantes” para llenar
 un nuevo museo de anatomía. 

Mientras se estaba vistiendo para el evento, el cartero le trajo dos cajas
 de rocas que contenían huesos excavados en una cantera de caliza cercana
 a Taung. 

Él mismo nos explica qué pasó:
Tan pronto levanté la tapa, un escalofrío de excitación me recorrió el cuerpo. En la parte superior de la roca había lo que sin duda era el molde superior de un cráneo. Si hubiera sido el molde endocraneal fosilizado de cualquier especie de simio, hubiera sido un gran descubrimiento, pues nunca antes se había hallado tal cosa. Pero supe desde el primer momento que lo que tenía en mis manos no era un cerebro antropoide normal y corriente. Lo que tenía, en arena consolidada con caliza, era la réplica de un cerebro tres veces más grande que el de un babuino y considerablemente mayor que el de un chimpancé adulto. Podía apreciarse con claridad la singular imagen de las circunvoluciones y surcos del cerebro y los vasos sanguíneos del cráneo.
No era bastante grande para un hombre primitivo, pero incluso para un simio era un cerebro grande y abultado y, lo que era más importante, el prosoencéfalo era tan grande y había crecido tanto hacia atrás que cubría casi completamente el romboencéfalo.

¿Había allí, en aquel montón de rocas, alguna cara que correspondiese al cerebro? Rebusqué febrilmente en las cajas. Mi afán se vio recompensado, pues encontré una gran piedra con una depresión en la que el molde encajaba a la perfección. Vagamente visible en la piedra había el perfil de un trozo de cráneo e incluso la parte posterior de la mandíbula inferior y un alvéolo de un diente que me decía que el rostro debía hallarse por algún lado del bosque (…)

Permanecí en la sombra sosteniendo el cerebro con la misma codicia que un avaro abraza su oro, mientras mi mente se dispersaba. Tenía, de eso estaba seguro, uno de los hallazgos más importantes jamás realizados en la historia de la antropología.

La desacreditada teoría de Darwin de que los antiguos progenitores del hombre probablemente habían vivido en África me vino a la mente. ¿Iba a ser yo el instrumento del hallazgo de su “eslabón perdido”?
Lo que había encontrado Raymon Dart era el primer especimen de lo que hoy conocemos como Australopithecus africanus. 

Durante los tres meses siguientes, Dart realizó una meticulosa disección de la roca con la ayuda de unas agujas de calceta afiladas que tomó prestadas de su mujer consiguiendo revelar el rostro completo.

 Era la cara de un niño conocido hoy como el niño de Taung en que podían verse los dientes de leche, incluso algunos molares que empezaban a salir.

 Lo interesante era la mezcla de caracteres de simio y de humano que le convencieron totalmente de que había tropezado con los albores de la ascendencia humana.

Pero bueno, volvamos al momento. 
En esos pensamientos estaba cuando…
Estas agradables ensoñaciones fueron interrumpidas por el novio, que me tiraba de la manga. “Por Dios, Ray”, me dijo, intentando reprimir la urgencia nerviosa de su voz. “Tienes que acabar de vestirte inmediatamente, o tendré que buscarme otro padrino. El coche nupcial llegará en cualquier momento”.
Fuentes:

“Una historia de la biología según el conejillo de indias”, Jim Endersby
“Por qué la teoría de la evolución es verdadera”, Jerry A. Coyne

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