El cerebro imagina la realidad, la sueña.
La caldera imaginativa está siempre encendida.
Las neuronas necesitan un mínimo de actividad para sobrevivir.
Si no trabajan pierden terminales de conexión (sinapsis).
El proceso imaginativo es un susurro, un cuchicheo, un leve zumbido.
De él sobresalen, de cuando en cuando, señales, disparos neuronales
que pueden traspasar el límite de lo inconsciente y aflorar en la conciencia
en forma de percepciones, sentimientos, emociones, intenciones,
reflexiones o decisiones (acciones).
El ronroneo cerebral imaginativo es constructivo.
Refuerza o debilita creencias, expectativas, temores y deseos.
El material del ronroneo son experiencias propias y ajenas, relatos de pasado, presente y futuro, en definitiva, información.
La red neuronal es una tierra más o menos fértil, con conectividad más
o menos densa, con más o menos semillas de diversidad variable.
El carácter social de nuestra especie promueve el monocultivo en la manada, la homogeneidad, el credo identificable.
El ronroneo imaginativo deviene monótono, como una salmodia,
donde todo es predecible, repetitivo.
Una parte fundamental del ronroneo mental va dirigido a la consideración de todo aquello que pudiera perturbar la integridad física y social del individuo.
La incertidumbre echa leña a la caldera y de cuando en cuando aumenta la presión lo suficiente como para generar percepción de dolor o soledad.
El individuo puede y debe intervenir en el proceso imaginativo. El diálogo entre cerebro e individuo existe mientras el cerebro mantiene la vigilia.
Cesa en el sueño y se reanuda al despertar.
Todo lo que el cerebro libera al plano consciente se refleja como un eco desde el individuo hacia los circuitos.
El cerebro no conoce de antemano los resultados de sus operaciones
y ronroneos hasta que se producen los pasos a la pantalla.
No podemos predecir cuándo ni dónde se va a producir
un rayo en un día de tormenta.
El individuo se encarga de alimentar a diario con su interacción
con la realidad el proceso imaginativo.
Busca información, la cocina, selecciona y engulle.
A partir de ahí la información es cosa del procesamiento neuronal inconsciente.
Si lo comido contiene toxicidad, el cerebro de las tripas la detectará
y rechazará con vómitos y diarreas.
El cerebro que digiere, analiza la información ingerida, detecta también tóxicos contrarios a lo definido como mensajes aceptables y los elimina
como SPAMs, al igual que lo hace el sistema de antivirus del ordenador.
Realidad y virtualidad, interna y externa, visible e invisible, veraz y falaz calientan y enfrían competitivamente cada segundo de la caldera neuronal.
El dolor no indica daño necesariamente.
Sólo tenemos certeza de que si hay dolor el cerebro imagina daño, consumado, inminente o sólo posible.
El miedo convierte todo lo posible en inminente: el ascensor puede bloquearse, el avión precipitarse al mar, el alimento estar contaminado,
las manos contener gérmenes.
El cerebro activa la función "como si" y activa los programas defensivos de huída, bloqueo, refugio, evitación...
Los estados de imaginación cerebral irracionalmente alarmista son responsables de la proyección perceptiva de una realidad virtual amenazante concretada en dolores y otros síntomas.
Imaginar no consiste en forzar una interpretación que uno no cree:
- Voy a pensar que no sucede ni va a suceder nada en la cabeza... a ver si se me quita el dolor... si no es así tendré que tomar el calmante...
Imaginar es dar un empujoncito a lo que sabemos que es cierto (nada sucede ni va a suceder) y centrar la atención en lo que queremos.
- Vaya, otra vez el dolor... es una falsa alarma... ni caso... sigo con lo mío.
No voy a tomar un tóxico adictivo para calmar mis circuitos...
No se puede no imaginar.
Es una función continua, con o sin conciencia, despierto o dormido, concentrado o pensando en Babia...
¿Qué hay que imaginar?
Lo que realmente está pasando...
Generalmente, nada.
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