Ludwig Van Beethoven se sienta frente al piano y estira sus manos entrelazadas, dejando escapar un crujido de huesos.
Las notas de la partitura comienzan a desgajarse,
resbalando del pentagrama una a una,
como cuando nos caemos en las pesadillas.
Al chocar contra el suelo producen un sonido metálico y destartalado, impropio de notas musicales.
El compositor las recoge a puñados y se las mete en los bolsillos.
Se coloca frente al auditorio y arroja todas esas fusas, corcheas, negras, blancas y redondas sobre el público, como hacen los reyes magos en las cabalgatas con los caramelos.
La gente abre sus paraguas para agarrar la música del maestro, llegando incluso a pisar en la mano al de la butaca de al lado.
Beethoven se coloca cabizbajo frente a su partitura.
Las páginas no están totalmente en blanco.
Quedan unos signos con forma de araña en el papel.
Beethoven los mira, cierra el piano, y se marcha en silencio.

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