El cerebro anticipa la realidad. La predice.
Apuesta por ella.
Mueve al individuo sabiendo de antemano los efectos sensoriales
que esas acciones van a generar.
No siempre aquello por lo que el cerebro apuesta
es corroborado por los sentidos.
No siempre la hipótesis recibe evidencias pero aun así puede que la tozudez
y obcecación por la realidad imaginada imponga su ley y la percepción proyecte un mundo irreal con apariencia de real.
Muchas veces el dolor responde a esa obcecación por lo imaginado.
De nada vale el que los sentidos no corroboren los temores.
El miedo genera suficiente convicción. No necesita pruebas, evidencias.
Sucede lo mismo con los razonamientos.
Imaginamos una verdad y recibimos informes sobre otras posibles verdades
y sobre la falsedad de nuestra verdad soñada, deseada o temida.
La obcecación impide la corrección de la hipótesis errónea con los datos derivados de la acción seleccionada.
El cerebro es un generador de hipótesis sin ninguna garantía de acierto. Muchas veces los sentidos no dan para recoger aquello que los centros imaginativos predicen pero el silencio sensorial no sirve para acallar las sugerencias alarmistas.
Si duele “la columna” por imperativo de lo imaginado en el cerebro de nada vale el que los nociceptores no corroboren lo soñado.
El dolor seguirá proyectado sobre el espinazo como testigo del temor a las acciones que el individuo vaya a disponer.
Las hipótesis tienden al redondeo arbitrario y si hay algún hueco se rellena con lo necesario, se fabula sin medida, con palabras mágicas: “los años”,
“los huesos”, “el desgaste”, “la artrosis”, “las hernias”, “los pinzamientos”.
La palabra mágica exime de más comprobaciones.
El círculo de la evidencia pasa de los sentidos (los nociceptores)
a las palabras. Las hipótesis construyen las pruebas necesarias y cierran el círculo de la verdad irrefutable, de la etiqueta diagnóstica inapelable, de la enfermedad misteriosa e insoluble a la que algún día se encontrará solución…
El sueño cerebral sugiere mundos alejados de lo evidenciable,
demasiado etéreos, demasiado especulativos.
Manda el culto a la evidencia.
Cada colectivo profesional construye su sueño grupal identitario,
sus hipótesis, y busca datos libres de “sesgos” que confirmen lo que necesita sea confirmado.
Se cuida la evidencia de las apariencias, la supuesta sanción de lo medido mientras las hipótesis se ciñen a la subjetividad de lo que el cerebro da,
de antemano, por bueno y necesario.
Los datos refuerzan la hipótesis fundacional.
No hay nada más fácil que dar con evidencias.
Para eso está la Estadística.
Dicen que el tálamo tiene dos almas, dos pulsiones:
los datos que ascienden de los sentidos y las hipótesis que descienden
de la mollera.
En el tálamo se funden hipótesis y datos y de esa fusión surge lo percibido, en estado de vigilia, en Babia o en sueños.
Las hipótesis deben ser hipótesis y no dogmas.
Los datos sensoriales deben provenir de sensores sin aditamentos engañosos, sin lupas, vendas, tapones… ni nociceptores sensibilizados por el miedo.
Buscan evidencias los investigadores en la nocicepción meningovascular
y la encuentran.
La migraña es cosa de terminales trigeminales sensibilizadas.
Buscan otros evidencias en generadores de migrañas en el troncoencéfalo
y también la encuentran.
Los datos solidifican la hipótesis hasta que evidencias de otros consiguen fracturar la coraza haciendo necesario cambiarlas.
¿Qué evidencias podemos tener de que las hipótesis cerebrales pintan mucho en que algo duela sin necesidad de encontrar más pruebas que las de la propia hipótesis?
Si no lo veo, no lo creo: el peso de las evidencias…
Si no lo creo, no lo veo: el peso de las hipótesis…
Las creencias centrales generan datos en la periferia que son tomados como evidencias de que el problema surge de esa periferia…
Arturo Goicochea
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