La calle sabe a sal y los adoquines húmedos relucen a la luz del único farol que la medio ilumina.
No es calle demasiado larga pero si demasiado silenciosa y estrecha.
El mejor atajo para llegar al embarcadero.
Cala el sombrero y con las manos en los bolsillos del gabán comienza
a adentrarse por las sombras.
Para peor espina de la que ya carga, cruza miradas con un gato negro
que le observa altanero desde una ventana enrejada
y llena de geranios marchitos.
Maldice al resbalar sobre el suelo mojado y mientras intenta conservar
el equilibrio apoyando la mano en la pared desconchada, resuenan unos pasos recortados allí donde hace nada estuvieron los suyos.
No va a volverse, no hace falta, no es su noche, o quizás sí lo sea.
Escupe al suelo y suelta una sonrisa amarga... y sin diente de oro.
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