Érase una vez, hace mucho tiempo, un rey de un país muy, muy lejano.
No tenía yernos avariciosos conocidos, pero era tan egocéntrico que quiso construir y erigir una torre hecha de oro puro en honor de sí mismo.
Dicha torre debía constar de un número infinito de habitaciones.
Cada planta únicamente podía poseer una habitación de 9 metros de alto.
Todas ellas mantendrían suelos y techos cuadrados.
La planta más baja tendría las dimensiones de un cubo de 9 metros de arista y a medida que se iba ascendiendo, las dimensiones laterales de cada habitación irían disminuyendo según los términos de la serie armónica:
1, 1/2, 1/3, 1/4, ..., 1/n, ...
Cuando estuvo terminada la torre, ésta refulgía por fuera bajo
la potente luz solar.
Esto complació al rey, que se sentía orgulloso de su torre dorada.
Sin embargo, cuando entró dentro, las paredes emitían tal cantidad de reflejos que el efecto le resultó extremadamente desagradable y molesto
Así pues, decidió ordenar que los interiores de cada una de las infinitas habitaciones se pintasen de color púrpura, para lo cual consultó
al sabio de la corte real.
Al hombre sabio se le inquirió por la cantidad necesaria de pintura para llevar a cabo la titánica empresa encomendada por el rey, pero aquél enseguida se dio cuenta de que la superficie interior de la torre poseía un área infinita. Razonando cuidadosamente concluyó que, incluso despreciando la cantidad de pintura necesaria para los techos y los suelos de las habitaciones, el área de la superficie interna de la planta baja ascendía a 324 metros cuadrados; la de la siguiente a 162 metros cuadrados; a continuación, 108 metros cuadrados, y así sucesivamente.
Expresando el área total anterior en forma de suma de los términos de una serie numérica, el sabio escribió más o menos lo siguiente:
A = 4 x 9 x 9 (1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + ... + 1/n + ... )
Como, normalmente, los reyes y otros gobernantes se hacen rodear de gente inteligente, el matemático de la corte (hasta ahora le hemos llamado sabio porque eso es lo que era, que el título no te da sabiduría, seas lo que seas) pronto se apercibió de que la serie era divergente y, en consecuencia,
la cantidad de pintura necesaria para cubrir las paredes
de las habitaciones sería infinita.
O sea, que de pintarlas nada de nada.
Lógicamente, el rey no aceptó las razones de la ciencia, así que decidió que el matemático real fuese encerrado en las mazmorras hasta el amanecer, momento en que sería ejecutado, siempre que no idease un método alternativo para solucionar "su problema".
Y esta vez, el rey no quiso ni dar siquiera la oportunidad de prescindir
de los techos y los suelos.
Lo quería absolutamente todo embadurnado
de pintura púrpura real.
¿Quieres ayudar al sabio de la corte? Tic, tac, tic, tac...
Solución:
Minutos antes de la la hora fijada para la ejecución del matemático real, éste tuvo una repentina iluminación.
En efecto, el matemático se dio cuenta de que, a pesar de que la superficie de las paredes, suelos y techos era infinita,
el volumen interior de la torre era en realidad finito.
La primera planta tenía un volumen de 9 x 9 x 9 = 729 metros cúbicos;
la segunda planta 9 x 9/2 x 9/2 = 182,25 metros cúbicos;
la tercera planta 9 x 9/3 x 9/3 = 81 metros cúbicos,
y así sucesivamente.
Es más, el volumen total de la torre se podía expresar como:
729 (1 + 1/4 + 1/9 + ... + 1/n^2 + ... )
Obviamente, el sabio conocía perfectamente esta serie
y sabía que era convergente.
Así, lo único que tenía que hacer era llenar toda el volumen de la torre con pintura y después proceder a eliminar la que sobrara,
dejando cubiertas únicamente las paredes, techos y suelos.
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