viernes, 29 de junio de 2012

el Hincha...



Fin del partido. Él arrastra los pies y la pena sobre la vereda sin distinguir unos de otra. La bandera plástica celeste y blanca, sucia y arrugada.
 La sostiene baja, casi a la rastra; cuelga de su mano tosca, arrugada y morena. No debe llegar a los cincuenta, aunque parece haber vivido demasiado. Viste un buzo que quizá fue azul, aún es de algodón y cae sobre su esqueleto agotado y seco como la mañana.
 El cielo retacea su brillo por respeto al duelo que sube en ondas
 desde la tierra desconsolada.
La vida, esa sucesión de tragos amargos, ese día tan esperado toma la forma de una pelota. Y en su redondez no parecemos tan diferentes unos de otros. Nacen ocultos lazos fraternos, se disipan los bordes que recortan nuestros egos y cabe la ilusión efímera del encuentro.
 Cantamos las mismas canciones, miramos el mismo canal, 
nos tratamos mejor y un aura de complicidad envuelve nuestros movimientos. Pero de un solo sablazo, gol del equipo contrario.
 Y fin del cuento: quedamos afuera. La alegría se estrella contra la realidad dura de un vidrio tan mentiroso como cualquier espejo.
Y si él no tuviera cuerpo, ni manos gastadas ni paso vencido.
Si hubiera perdido también esa bandera herida de tristeza, aún quedaría
 el celeste de sus ojos en pena para contarnos cuánto golpea 
la vida en la miseria. 
Y cómo, donde una luz traicionera anuncia un leve alivio o condescendencia, ella siempre encuentra un hueco donde colgar la medalla pesada 
de una nueva derrota.