sábado, 16 de junio de 2012

sobre la Teoría de la Decisión Racional...

Vamos a discutir a continuación algunos 
problemas filosóficos que plantea dicha teoría.

¿Nuestros deseos son magnitudes?

En primer lugar, el hecho de que las preferencias de un sujeto racional tengan que poder ser expresadas mediante una función numérica, 
¿significa algo así como que las preferencias se pueden medir como si fueran una magnitud física?
Esto no es necesariamente así; lo único que afirma el teorema de Savage es que, si las decisiones son racionales, habrá al menos una función u que pueda considerarse una función de utilidad, pero puede haber varias, y ninguna de ellas tendrá por qué ser más «correcta» que las demás.
En el caso de que el individuo esté seguro de las consecuencias que tendrán sus decisiones (de modo que podamos olvidarnos de las probabilidades, pues todos los resultados que puedan darse tendrán probabilidad igual a 1,
 y los que no puedan darse, probabilidad igual a 0), en este caso, lo único que exige la condición anterior es que, si el sujeto prefiere a a b y b a c, p. ej., entonces la función de utilidad u que elijamos debe ser tal que

u(a)> u(b) > u(c).

¡Pero esto puede ser válido tanto si

u(a)= 10, u(b)= 5 y u(c)=1,
como si u(a)= 200, u(b)= 3 y u(c)= 2!

Ninguna de las dos funciones es más apropiada que la otra en este caso, pues las dos cumplen el requisito necesario: 
ordenar los resultados del más preferido al menos preferido.
Ahora bien, cuando la situación es de incertidumbre, y por lo tanto sí que hemos de tener en cuenta las probabilidades, la conclusión es distinta. Imaginemos que el sujeto tiene que decidir bien el resultado b, o bien aceptar un sorteo entre los resultados a y c; supongamos también que podemos ir variando a nuestro gusto la probabilidad con la que se obtienen a o c en ese sorteo. El sujeto se enfrenta, pues, a una elección entre obtener u(b) con seguridad, u obtener la utilidad esperada del sorteo,
 igual a u(a)p(a) + u(c)p(c).

Supongamos, como antes, que u(a) > u(b) > u(c), y sea p(a)= 0,9.
En este caso, la utilidad esperada del sorteo es 0,9 u(a)+ 0,1 u(c), 
que puede ser mayor o menor que u(b).

Si es mayor, podemos ir disminuyendo la probabilidad de a (aumentando con ello la de c) hasta que u(b) =u(a)p(a) + u(c)p(c) (en cuyo caso, el sujeto será indiferente entre b y el sorteo), lo que necesariamente se cumplirá para algún valor de p(a) mayor que 0 (y, por tanto, un valor de p(c) menor que 1) 
pues cuando p(c) = 1, la utilidad esperada del sorteo será igual a u(c), que hemos supuesto que era menor que u(b).

Supongamos que la igualdad se cumple para p(a) = 0,4.
Entonces, u(b)= 0,4 u(a) +0,6u(c).
Ahora bien, u(b) = 0,4 u(b) + 0,6 u(b), y por lo tanto, 0,4 u(a) + 0,6 u(c) = 0,4 u(b)+ 0,6 u(b),

de donde podemos deducir que

u(a)–u(b)        0,6

————- = —– = 1,5

u(b)–u(c)        0,4

La conclusión de este razonamiento es la siguiente:
 las preferencias del sujeto de nuestro ejemplo no podrán ser representadas por cualquier función u que cumpla la condición de que u(a) > u(b) > u(c),
 sino sólo por funciones que cumplan, además, la condición de que la proporción entre la diferencia de utilidad entre a y b, y la diferencia entre la utilidad de b y c, sea exactamente igual a 1,5.

La utilidad no es una magnitud cuantitativa

Puede demostrarse que, si una función u representa correctamente las preferencias de un individuo racional, entonces también lo harán aquellas funciones v (y sólo aquellas) tales que existan dos números A y B (el primero de ellos mayor que 0) para los que se cumpla que v(x) = u(x)A + B,
 para cualquier resultado x (estas funciones v son las «transformaciones lineales» de u).

Pero…¿Significa esto que la utilidad es una magnitud cuantitativa, 
como la masa o la longitud?

No, porque en el caso de estas magnitudes tenemos una restricción adicional: si la función m mide correctamente la masa o la longitud de los objetos
 (p. ej., m(x) puede ser la masa de x en kilogramos, o su longitud en centímetros), entonces la función m’  la medirá también correctamente si y sólo si m(x)/m(y)=m’(x)/m’(y) para cualesquiera objetos x e y
 (p. ej., m’ puede ser la masa en libras, o la longitud en millas).

Esta condición equivale a presuponer que las afirmaciones del tipo «la masa de este objeto es cuatro veces igual a la masa de este otro objeto» 
son afirmaciones con un significado real (ya sean verdaderas o falsas);
 y esta condición no es necesario que la cumplan las funciones de utilidad (no tiene sentido afirmar «esta cosa me gusta cuatro veces más que aquélla»).

En cambio, las condiciones formales que deben satisfacer las funciones de utilidad coinciden, curiosamente, con las que deben satisfacer las funciones de temperatura (salvo las de temperatura absoluta): podemos elegir el 0 de la escala en el punto que queramos (esto equivale a la elección del número B citado más arriba), y también podemos elegir el «tamaño» que queramos para los grados (esto equivale a la elección del número A), siempre que las proporciones entre las diferencias de temperatura sean constantes.

Por ejemplo, si medimos la temperatura en Salta y en Bs. As. y la expresamos en grados Celsius, puede que resulte que la primera sea el doble de la segunda, pero eso dejará de ser verdad si expresamos ambas temperaturas en grados Farenheit; pero si decimos que la proporción entre la diferencia de temperatura entre Salta y Bs.As. y la diferencia de temperatura es de 4,6 cuando expresamos estas temperaturas en grados Celsius, entonces esa proporción entre las diferencias tendrá que ser necesariamente de 4,6 también si las expresamos en grados Farenheit.

Naturalmente, cabe plantear la cuestión de si este requisito no será demasiado fuerte: ¿puede realmente determinarse con tanta precisión la intensidad de nuestras preferencias (o, al menos, las diferencias de intensidad)?
 Tal vez los seres humanos de carne y hueso no seamos capaces de tomar decisiones de forma tan coherente como supone el modelo 
clásico de racionalidad.

No elegimos en función de la métrica…

Otro problema filosófico importante de la Teoría de la Decisión es la de cuál es la propia naturaleza de esta teoría:
 ¿se trata de un conjunto de hipótesis empíricas, cuya validez habría que determinar mediante la contrastación de sus predicciones con la experiencia?
Por un lado, a menudo los críticos de la teoría señalan a sus «fallos empíricos» como una razón para no aceptarla: especialmente en algunas situaciones experimentales diseñadas para poner a prueba la teoría, los sujetos parece que no eligen de forma coherente con aquellas hipótesis, sobre todo cuando la situación exige tener en cuenta probabilidades.
Los estudios psicológicos parecen sugerir más bien que los procedimientos mediante los que los individuos toman sus decisiones no pueden ni siquiera ser expresados en los términos de la Teoría de la Decisión: en lugar de meras preferencias por los resultados, creencias sobre la probabilidad de cada posible suceso, y cálculo de la utilidad esperada de cada alternativa, los sujetos suelen emplear mecanismos de razonamiento («heurísticas») de carácter más bien cualitativo, que, aunque no garantizan obtener un resultado óptimo todas las veces, por lo menos funcionan relativamente bien en un gran abanico de situaciones.
Por otro lado, los defensores del valor empírico de la teoría argumentan que, aunque no sea una descripción exacta de los procedimientos reales de toma de decisiones, la Teoría de la Decisión Racional genera predicciones bastante correctas en muchos casos, sobre todo en aquellas situaciones donde la presión competitiva entre los individuos es tan fuerte que, si alguno de ellos se comporta sistemáticamente en contra de los postulados de la Teoría, se verá forzado a cambiar de estrategia, o será expulsado por los demás competidores.

La teoría aspira a la idealización de nuestro comportamiento

Ahora bien, también es posible defender la Teoría de la Decisión con el argumento de que con ella no pretendemos hacer una descripción del comportamiento real de los individuos, sino tan sólo averiguar cuál sería la forma ideal de ese comportamiento.
Según esto, no se trataría de una teoría empírica (descriptiva o explicativa), sino más bien de una teoría normativa, que nos dice cómo deben actuar los individuos si quieren satisfacer sus preferencias.
La cuestión no sería, por lo tanto, si de hecho los sujetos se comportan o no de acuerdo con los postulados de la Teoría de la Decisión, sino simplemente que quienes no lo hagan, actuarán de modo irracional; lo cual quiere decir, como hemos visto, que estos sujetos tenían alguna alternativa que habría sido mejor para ellos, una alternativa que, dada la información que tenían en el momento de tomar la decisión, podían haber identificado «fácilmente».
Esta última expresión la hemos puesto entre comillas porque puede parecer que el realizar los cálculos exigidos para encontrar la opción que maximiza el valor de la utilidad esperada en cada situación, es algo que no está al alcance de todo el mundo; y si no fuese cierto que un sujeto tiene la capacidad de averiguar cuál es esa opción, entonces ¿cómo podemos afirmar que debería haberla elegido?
Los defensores del enfoque clásico de la racionalidad responden que esta teoría no pretende describir los procesos cognitivos que tienen lugar realmente en los cerebros de las personas. Es decir, la teoría no afirma que el procedimiento psicológico real por el que los sujetos racionales consiguen encontrar la alternativa óptima sea precisamente calculando la utilidad esperada de cada alternativa.
Lo que la teoría dice sería, tan sólo, que sean cuales sean esos procedimientos cognitivos, los sujetos que actuarán racionalmente serán los que usen mecanismos de deliberación que les conduzcan a decisiones que maximicen la utilidad esperada. Aunque, frente a esta respuesta, parece lógico formular la pregunta de cuáles pueden ser esos procesos cognitivos, y si de hecho hay o puede haber algunos que lleven efectivamente a esas decisiones.

¿Por qué preferimos lo que preferimos?

Otra cuestión relevante desde el punto de vista filosófico es la de cuál es la naturaleza de las «preferencias» o de la «función de utilidad» de los individuos.
Por una parte, se ha solido criticar el enfoque clásico con el argumento de que esta teoría representa a los seres humanos como preocupados únicamente por la maximización de «su propio» bienestar.
Esta crítica es sólo parcialmente válida: es cierto que en muchas aplicaciones concretas de la teoría, se supone que los individuos intentan maximizar su renta, o su nivel de consumo, o los beneficios de sus empresas, y eso es justificable en la medida en que, empíricamente, podamos mostrar que ese supuesto simplificador es relativamente aproximado a la verdad; pero la Teoría de la Decisión, entendida como un marco teórico general, solamente presupone que cada individuo tiene algunas preferencias bien definidas, y no hace absolutamente ninguna afirmación acerca de cuál sea el contenido de esas prefererencias; por así decir, ése es un problema de los sujetos: algunos preferirán la opción a a la opción b porque la primera les proporcione más renta, y otros preferirán la segunda opción porque sea más coherente con sus principios morales.
Ambos tipos de preferencia son igual de válidos para la Teoría de la Decisión, con el único límite de su coherencia interna y de la coherencia de la conducta de los individuos con la optimización de dichas preferencias.
Por otro lado, un problema realmente serio es el de cómo averiguar cuáles son las verdaderas preferencias de los sujetos, cuál es su verdadera función
 de utilidad.
En muchos casos, al aplicar la Teoría de la Decisión simplemente hacemos una hipótesis acerca de dichas preferencias; esta hipótesis nos sirve para hacer predicciones sobre la conducta de los individuos, y luego habrá que contrastar dichas predicciones con la conducta realmente observada.
Pero, por el ya conocido problema de Duhem, si estas predicciones fallan, ¿será porque nos hemos equivocado al imaginar cierta función de utilidad, 
o será porque los sujetos no siguen realmente el principio de maximización
 de la utilidad esperada?…o tal vez por ambas cosas.
Afortunadamente para la Teoría, las predicciones son correctas en bastantes casos, y con lo que los críticos se verán obligados a presentar otras teorías alternativas que tengan al menos el mismo grado de éxito
 con sus propias predicciones.
 Esta situación es ventajosa para la Teoría de la Decisión Racional en la medida en que, al estar formulada matemáticamente, es mucho más fácil generar predicciones específicas a partir de ella, que a partir de otras teorías que se expresan en un marco puramente cualitativo.