Entonces comprendí la maravillosa verdad:
que ya estábamos predestinados el uno para el otro
desde que el mundo era tal.
Con los años nuestros cuerpos se marchitaban y morían,
y sin embargo seguíamos renaciendo en otros distintos,
pero en tiempos nuevos, en otras vidas y en otros lugares,
y en cada uno de éstos volvíamos a encontrarnos por capricho del destino,
en una sucesión infinita que no tenía más razón que la del amor.
No por nada le había asegurado durante nuestro breve encuentro,
en un instante de insospechada clarividencia,
que nos encontraríamos en la vorágine del tiempo eterno.