Cuando Joseph Gall publicó su Higher Cortical Functions in Man se pensaba que había zonas en el cerebro dedicadas exclusivamente a habilidades tales como la cortesía, el sentido de la justicia, el patriotismo, el amor a la vida o,
incluso, la atracción por el vino.
La frenología tuvo una vida corta y hoy en día es condenada unánimemente
a ser considerada como una pseudociencia.
Sin embargo, Gall sentó las bases de la neuroanatomía moderna y, básicamente, gran parte de sus ideas se mantienen, sólo que muy refinadas. Así que más que una pseudociencia, la frenología debería tratarse
como una protociencia.
De hecho, la gran diferencia entre el mapa cortical de arriba y uno actual es, salvando la diferencia en la base experimental que los sustenta,
la terminología. Hay una depuración conceptual, una progresiva desmistificación lingüísitica.
Conceptos como “astucia”, “parsimonia” o “espiritualidad” son equívocos, confusos, difíciles de verificar. La ciencia ha ido eliminándolos, sustituyéndolos por nuevos, más precisos, claros y distintos, operativos científicamente hablando: “Memoria de lugar”, “Reconocimiento táctil de objetos” o “Comprensión de melodía y tono” son habilidades cognitivas muy bien situadas en la corteza cerebral. Una popperiana selección natural entre términos ha ido cribando palabras, dejando sólo las más aptas.
La ciencia crece y madura.
Sin embargo esta depuración terminológica acaba por llevarse al extremo en lo que tradicionalmente entendemos como fisicalismo o materialismo eliminativo. Esta corriente suele afirmar, en diversas intensidades y con múltiples matizaciones, que el lenguaje mediante el cual nos referimos
a la mente ha de reducirse exclusivamente al lenguaje de la ciencia y,
dentro de ésta, al lenguaje de la física.
De esta manera una afirmación como “Estoy triste” debería traducirse por una expresión del tipo “Tengo una estimulación electroquímica
en la región neuronal 543″.
El fisicalismo, a parte de intentar extremar el rigor científico en las ciencias de la mente, pretende solucionar el peliagudo problema de la conciencia, a saber, la aparente peculidaridad ontológica de los estados mentales: no los puedes tocar, no los puedes ver pero parecen muy reales.
Su solución es postular un monismo materialista que identifica los estados mentales con estados físicos. Y aquí está el problema, grave donde los haya: los estados mentales ofrecen una tenaz resistencia a ser reducidos. Imaginemos, por ejemplo, a un científico con una ceguera total de nacimiento. Jamás ha visto nada pero es el mejor experto del mundo en oftalmología. Sabe todo lo que científicamente se conoce sobre el funcionamiento del ojo. Sabe todos los mecanismos físico-químicos que intervienen en el proceso de la visión, sin embargo: ¿sabe realmente lo qué es el color azul?
Él conoce que el azul es como nuestro cerebro interpreta la luz de longitudes de onda de entre aproximadamente 450 y 500 nanómetros que no es absorbida por los objetos y sabe qué partes de nuestro cortex visual se activan cuando vemos objetos azules, pero la pregunta perece sin responderse totalmente: ¿sabe realmente qué es el color azul sin haberlo visto nunca?
Es más, ¿cómo podríamos explicárselo? ¿Cómo hacer entender a un ciego
de nacimiento qué se siente al ver cosas azules?
El lenguaje de la física parece insuficiente.
Además, si seguimos pensando, encontramos nuevos interrogantes:
¿Cómo sabemos que todos nosotros vemos los mismos colores o sentimos igual las mismas cosas?
A lo mejor yo sufro una especie rara de daltonismo y lo que todo el mundo
ve como azul, yo lo veo rojo y viceversa.
Como a mí desde pequeño me han nombrado las cosas que yo veo rojas como azules, uso el lenguaje correctamente y nombro lo azul con la palabra “azul” aunque lo vea rojo y ni yo ni nadie puede darse cuenta de mi error…
¡Podría darse el caso de que todo el mundo viera las cosas en colores distintos y nadie se daría cuenta!