Alguna que otra vez los físicos nos hemos preguntado qué procesos psicológicos, preferentemente de índole traumática, nos han impulsado a perseguir a esa escurridiza dama llamada Física
a pesar de sus continuos desdenes.
Estas reflexiones pretenden arrojar algo de luz sobre este espinoso tema.
Realmente, este asunto tiene un interés no nulo, ya que un físico,
por lo general, nunca deja indiferente a las personas que lo rodean.
Dos son las reacciones más comunes: rechazo y preocupación.
El rechazo suele ser una reacción social generalizada ante lo desconocido
("las reacciones de un físico siempre son una incógnita"),
mientras que la preocupación pertenece más al ámbito familiar.
Podemos preguntarnos si acaso no estaremos exagerando las cosas. Remitámonos a algunos hechos científicos:
Un grupo de jóvenes estudiantes de Física consiguió vaciar un vagón de tren repleto, en hora pico, gracias a una apasionada discusión sobre Cosmología, ¿es posible que una discusión profunda sobre el origen del Universo pueda llegar a ser más repelente que un gas?
Dos físicos que charlaban amigablemente sobre la posible cuantización del tiempo consiguen que los ocupantes de un colectivo empiecen a gritar acaloradamente:
"¡Que lección que nos están dando… si quieren dar clases gratis,
vayan a otra parte…!"
Son las dos y media de la madrugada de un viernes cualquiera.
Un grupo de jóvenes físicos se reúne en un local normal (gaussiano) a tomar unas bebidas.
Durante la conversación, surge una tranquila charla sobre algunos problemas de la Física actual.
Transcurrido no mucho tiempo, el dueño del local en cuestión se acerca
a ellos y les advierte:
"O cambian de conversación o se van del local,
porque me están espantando a la gente…"
Ante tan aplastantes y objetivas pruebas de discriminación surgió la idea de este escrito, dirigido fundamentalmente a los propios físicos,
a sus familiares más allegados y a todos nuestros conciudadanos,
para que comprendan el origen y desarrollo de esta curiosa forma de vida
y se muestren más compresivos de ahora en adelante.
Para quienes consideran que la génesis de un científico es un proceso meramente educativo, remontarse al momento de la concepción de un físico en potencia (para lo cual hay que realizar el acto, en eso no nos diferenciamos, df/dx, del resto) tal vez parezca excesivo.
Sin embargo, las más modernas investigaciones no han podido rechazar del todo la idea, antes bien, parecen respaldarla, de que ciertos pensamientos de los progenitores pueden afectar al futuro desarrollo de su descendencia.
Imaginemos, por ejemplo, que alguno de los padres ve las estrellas justo en el momento (¿lineal, angular, de inercia, cinético, de un par de…?)
o se percata de que ciertas oscilaciones adquieren un carácter anharmónico,
o se rompen espontáneamente ciertas simetrías, o…
Apelamos a la responsabilidad de los futuros padres para que mediten sobre ello y comenzaremos por el nacimiento, que nos resulta más evidente.
En esos primeros momentos en los cuales el nuevo ser se abre a un mundo que lo espera con desafiante e intelectual faz, un físico es difícil
de reconocer aún.
Generalmente, o bien se mostrará curioso, intentando ver todo lo que le rodea con sus ojos apenas estrenados, o bien no parará de llorar preguntándose
el porqué de todos los sucesos que acontecen a su alrededor.
Tengamos en cuenta que el parto, desde el punto de vista materno,
no deja de ser un fenómeno relativista, ya que provoca dilataciones de
su intervalo a causa del movimiento del bebé.
Por su supuesto, el bebé todavía no se percata de este importante hecho,
ya que su longitud, medida en el referencial umbílico, no sufre contracciones, cosa que, por contra, sí sufre la madre en su propio sistema de referencia.
Para indagar con más certidumbre sobre las tendencias físicas de un tierno infante, hay que esperar hasta la aparición de sus primeros balbuceos y,
muy especialmente, hay que observar su reacción (nuclear) ante el chupete. En efecto, si diéramos un chupete a un bebé físico, observaríamos que éste
se lo saca de la boca y empieza a contemplarlo con fruición mientras lo voltea
de manera intermitente, quizá intuyendo ya la cuantización
de sus diversos momentos.
Lo que para cualquier mortal parecería un inocente juego, supone para el pequeñín una profunda reminiscencia; él no es consciente aún,
pero con el paso de los años descubrirá que el chupete no es más que una alegoría macroscópica de un orbital d (hidrogenoide), lo cual le provocará una atracción casi irresistible hacia todo lo atómico.
Esta inseparable asociación mental átomo-chupete nos explica satisfactoriamente el desconcertante hecho de que el lenguaje de la Física Atómica posea un formalismo marcadamente sexual
(excitaciones, acoplamientos, estados ligados, apareamientos, ensanchamientos del paquete… de ondas, ¿son necesarios más ejemplos?).
Pero todo esto carecería de importancia si no fuera porque, con la aparición
de las primeras palabras, surgen los primeros conflictos e incomprensiones.
El desarrollo de los acontecimientos es similar en todos los casos.
Los ilusionados padres intentan por todos los medios que su hijo
(o hija, aunque las niñas manifiestan menos los síntomas, afortunadamente) digan "papá" y "mamá", pero ante su sorpresa, el niño repite insistentemente la secuencia p…p, m…ma…m de forma casi consonántica, sin percatarse de que el pobrecito tan sólo empieza a barruntar los principios de conservación
de momento y energía, pp = p^2, m más m = 2m, pero aún no comprende
la relación que liga ambas cantidades.
¿Pero cuál no sería la sorpresa de cualquier padre, si su hijo no parara de decir pi…pi, k…k, pero nunca tuviera ganas al llevarlo al baño?
¿Se nos ocurriría acaso que lo que nuestro hijo quiere transmitirnos es el momento transversal de un fotón o, quién sabe, una colisión pión-kaón?
Por desgracia, el primer trauma, la primera represión de su inocente pensamiento está a punto de sobrevenir.
En ese día aciago descubre que su vocación, tan natural para nosotros como la carga para el electrón, tendrá que superar toda suerte de dificultades. Rememoremos la escena.
Estamos en una visita familiar, todos están pendientes del chiquitín,
lo agobian, lo acosan, le suplican que diga algo, cualquier cosa,
y el pobre niño, queriendo dar lo mejor de su noble intelecto, proclama ufano lo que algunos adultos creen entender como "chache … guarra".
Momentos de estupor y tensión en el ambiente…
Alguna tía solterona, con la risa forzada, masculla entre dientes,
tal vez dándose por aludida: "Qué gracioso es el nene".
El padre, incapaz de reaccionar, pone cara de circunstancia y comenta
"¿Dónde habrá oído eso? Será la tele, ya sabes…",
mientras la madre, tras unos momentos de duda, reacciona con un dubitativo "Eso no se dice" y le da un azote en el culito que, por la pena de su rostro,
más parece dolerle a ella que al niño.
¿Cuándo nos molestaremos en evitar estas malas interpretaciones que tantas vocaciones precoces han costado?
¿Cuántas veces habrá que repetir que el niño, inocente él, simplemente quería decir "¡Hache barra!"?
¿Hasta cuándo, oh San Planckacio, patrono de los discretos, tendremos que seguir sufriendo esta atroz incomprensión?
(continuará)