lunes, 27 de agosto de 2012

Vísteme despacio que estoy apurado.(20292)

“Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer [...]. Así pues, estaba pensando [...] 
cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
 No había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: 
‘¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!’”


Quizá no haya mejor descripción de estos tiempos tan veloces que esta escena del clásico de Lewis Carroll Alicia en el País de las Maravillas. 
Querámoslo o no, nuestra vida cotidiana se rige por el cadencioso golpeteo del segundero: nos ponemos nerviosos si al encender un ordenador tarda más de lo acostumbrado, aunque eso sólo signifique 20 segundos de más; 
o si un semáforo en rojo tarda un tiempo excesivo… que como mucho puede significar 60 segundos; en la caja del supermercado nos cabrea que la cajera sea “lenta”… Nos molesta la pérdida de tiempo más pequeña. 
Nuestra vida no tiene sentido sin nuestro reloj. 
Un ejemplo demoledor es que ya ni tan siquiera soportamos un simple catarro o la gripe, dos enfermedades que se curan solas. 
¿Y los antibióticos? ¿Los preferimos de tomas de tres o siete días? 
“No me puedo permitir estar dos días de baja”
 es una de las excusas que más solemos poner.
Pensemos en lo que escribe el periodista canadiense Carl Honoré en el primer capítulo de su libro-manifiesto a favor de la lentitud In Praise of Slowness: 
A manifesto on deceleration: “¿Qué es lo primero que hace cuando se despierta por la mañana? ¿Descorrer las cortinas? ¿Girar y amorrarse a su pareja o a su almohada? [...]
 No, lo primero que hace, lo primero que todo el mundo hace,
es mirar la hora”.
El problema no es nuevo. Ya en la antigua Roma Plauto anatemizaba a todos aquellos que se han afanado por buscar la mejor forma de cuantificar la velocidad con la que cambian las cosas:
 “¡Que los dioses maldigan al primer hombre que descubrió cómo señalar las horas!” Durante siglos el transcurrir del tiempo fue marcado por la sombra del Sol. Los griegos perfeccionaron los relojes de sol y los romanos los popularizaron: con ellos fijaban las horas de las comidas.
Sin embargo, fue el agua quien permitió liberarnos de la tiranía del astro rey 
y contabilizar las ominosas horas de oscuridad. 
Pero como calibrarlos era bastante complicado, pues la duración de las horas dependía de la estación del año y del lugar donde nos encontráramos,
 griegos y romanos utilizaron el reloj de agua únicamente para controlar 
la duración de los alegatos en los tribunales.
Tras el reloj de agua vino el de arena.
 Los primeros de los que se tiene noticia datan del siglo VIII, cuando los vidrieros diseñaron recipientes herméticos que impedían la entrada de la humedad. Prácticos para medir cortos intervalos de tiempo, su uso se extendió en el siglo XVI a todos los ámbitos de la vida: los sacerdotes en la duración de sus sermones, los maestros en sus lecciones, los cocineros en sus recetas,
 los albañiles para calcular sus horas de trabajo… 
Y los primeros pasos hacia un reloj mecánico fueron dados por los monjes,
 que necesitaban conocer las horas para sus plegarias.
Lo que ha ido sucediendo es que a medida que la vida evolucionaba del mundo agrícola al industrial se necesitaban medidas más exactas y más pequeñas del tiempo. La Revolución Industrial dio el golpe de gracia a la vida poco precisa del campo: había que llegar a la hora al trabajo para no parar la producción.
Una vez establecida la esclavitud del reloj, el siguiente paso obvio ha sido la aceleración de nuestras vidas. 
Del mismo modo que los plusmarquistas mundiales luchan Olimpiada tras Olimpiada por rebajar sus tiempos, nuestra vida ha ido bajando sus propias marcas temporales; el tiempo es dinero, se dice. 
Nuestro sistema de producción económica decide que los “ganadores” 
son aquellos que producen una mayor cantidad de productos de alta calidad 
en un menor tiempo. Y esto es algo que se extiende al resto de los aspectos
de nuestra vida; sólo hay que ver cómo se agolpan en grupos los centros 
de esparcimiento y de diversión: compras, bares, restaurantes
 y cines juntos bajo un mismo techo.
Ir corriendo de un lado para otro no es nada beneficioso para nuestra salud. Las prisas suelen derivar en estrés y es bien conocido que éste afecta sobremanera al sistema inmune. 
Que nos encontremos inmunodeprimidos implica que somos más sensibles 
a infecciones como la gripe. Y no sólo eso, también a enfermedades más terribles, como la esclerosis múltiple.
 De hecho, en los últimos años se ha incrementado el número de personas 
que la padecen.
También las prisas afectan a nuestro sistema digestivo.
 Muchas personas sufren alguna enfermedad relacionada con el estómago, colon, recto y ano, desde las habituales hemorroides hasta el más grave cáncer de colon.
 El principal problema de este tipo de males es evidente:
 la cantidad de casos que existen, sobretodo en los países desarrollados.
 Y más aún cuando los dos factores principales que originan enfermedades como el cáncer de colon son el estrés y la precariedad en la dieta, 
dos consecuencias de nuestra vida con prisas.

corolario:
Vísteme despacio que estoy apurado.