Por Fernanda
Sandez |
Para LA NACIÓN
Invisibles hasta que alguna forma de violencia los pone frente a
las cámaras,
una generación de chicos que no estudian ni trabajan en la
Argentina viven a merced del negocio de la droga y la delincuencia, huérfanos
de futuro, mientras los planes sociales no logran detener un abandono que se
profundizó durante la década kirchnerista
Los vimos.
Corrección: se dejaron ver.
Algunos iban con la cara cubierta, otros ni
siquiera se demoraron en ese mínimo camuflaje. Tal vez no les importó que otros
los vieran. Tal vez saben que sus caras no importan porque nadie repara
demasiado en ellas. Ni en ellos. Son, en ese sentido, invisibles. Hasta que
"algo" pasa (y lo que pasó hace un mes fueron saqueos en Bariloche,
Rosario, y así hasta llegar a 40 ciudades, a 292 comercios, a 26 millones y
medio de pesos perdidos, a 500 detenidos y a 4 muertos) y entonces sí: los
vemos.
De golpe y de a montones. Son chicos de catorce, veinte y no muchos más
años en el remolino de cada andanada. ¿Que hubo quienes sólo fueron a mirar?
¿Que también hubo adultos? Seguro. Hubo adultos, mayores y hasta niños.
También
salteadores que se presentaron a la cita en camionetas, y se hartaron de cargar
electrodomésticos y pantallas gigantes. Pero eso no implica desconocer la
impronta joven de esa marea que irrumpió en supermercados y almacenes, y que se
vuelve dato: la mitad de los muertos de aquellos días no tenía ni 25 años.
Por eso también
-pasado el primer asombro, la primera indignación, el primer espanto- lo que
queda es una certeza: la de que en un país en donde casi un millón de sus
cuarenta millones de habitantes no trabaja ni estudia el vandalismo es, bien
mirado, anécdota. El chorro del géiser que explota cada tanto y mantiene oculto
el verdadero caos: miles de chicos a la deriva, saqueados de futuro, expulsados
a la calle. La esquina como su nueva y terrible patria.
¿Quiénes son? ¿Por
qué están ahí? El proceso, coinciden los especialistas, podría resumirse en
décadas de industrias (y familias) desmanteladas.
Ya hace 20 años estaban ahí,
sólo que pocos querían verlos y además no eran tantos. Y ahí siguen: encerradas
en sus casas algunas y criando ya un primer bebe (en la Argentina, 1 de cada 3
madres tiene menos de 24 años), agrupándose otros en las esquinas, reptando de
la plaza al cíber algunos más.
Evidentemente, el universo «ni-ni» (el de los
jóvenes que ni trabajan ni estudian) nombra una realidad demasiado compleja
para caber en cuatro letras.
La exclusión social
de los jóvenes en Argentina, un estudio reciente de la Universidad Católica
Argentina (UCA), elaborado a partir de datos de la Encuesta Permanente de Hogares
(EPH), cuenta que en el país hay 746.000 jóvenes que no estudian ni trabajan;
536.000 de ellos, además, ni siquiera buscan trabajo. El fenómeno no parece
haberse reducido durante la década kirchnerista, sino todo lo contrario: el
economista Ernesto Kritz afirma que los jóvenes que no estudian ni trabajan
suman 900.000, unos 350.000 más que hace diez años, una cifra que se disparó
desde 2007.
Según Ana Miranda,
investigadora del Conicet y coordinadora del Programa de Juventud de Flacso,
"la denominación surgió en los noventa para dar cuenta de los jóvenes que
dejaban los estudios y no eran absorbidos por el mercado de trabajo. Por esos
años, su nivel de desocupación llegó a ser del 50%. Hoy el panorama es otro.
Hay menos desocupación y hay políticas universales para ellos, por lo que la
situación no es la misma que cuando esta categoría comenzó a usarse",
afirma.
Sin embargo, no son
un espejismo. Y para verlos tampoco hay que ir hasta Budge o Monte Matadero, o
a Pablo Podestá -donde tres chicos fueron baleados esta semana, en un supuesto
ajuste de cuentas entre bandas- o a Rosario -donde dos grupos que manejan la
droga se enfrentaron a tiros hace días-, porque no hay ciudad donde no estén
ellos, y su hoy inacabable. "Aguantando el día", según ellos mismos
dicen.
Daniel Arroyo
-politólogo, presidente de Poder Ciudadano y ex ministro de Desarrollo Social
de la provincia de Buenos Aires- da precisiones: "Hablamos de jóvenes de
entre 16 y 24 años que entran y salen del mundo de la educación y del trabajo
sin lograr mantenerse en ninguno. No vieron trabajar ni a sus padres ni a sus
abuelos, y por eso carecen del método. La escuela es la gran transmisora de
método, y eso es lo que se ha perdido. Entonces, no tienen la rutina que se
construye levantándose todos los días, lavándose los dientes.
Éste es el
principal problema social de la Argentina y, a menos que se genere una nueva
política pública, la violencia no va a desaparecer porque hay una parte
importante de la sociedad sin horizonte", alerta.
En efecto, para muchos
jóvenes, las ideas del progreso a través del esfuerzo y del ascenso social a
través de la educación son memorabilia de un mundo que ni siquiera tuvieron el
gusto de conocer. "Para los adolescentes de ahora, la educación ha dejado
de ser herramienta de progreso. A estar mejor se llega por conexiones (según
los jóvenes de clase media y alta) o por «un golpe de suerte» (según los
jóvenes de los sectores más empobrecidos)", explica Graciela Moreschi,
psiquiatra y autora del libro Adolescentes eternos (Paidós). "En un mundo
imprevisible, todas las trayectorias previstas se han roto. No hay idea de
recorrido, de planificación, de pasado ni de futuro. Por eso no piensan en
«progresar», sino en «salvarse»", apunta. El presente desbordado del
saqueo es, en cierto modo, la epifanía de esa inmediatez. El estallido del
ahora, en el más literal de los sentidos: todo junto, todo ya, todo al alcance
de la mano.
DESEO
Y DECEPCIÓN
En Vidas
desperdiciadas, Zygmunt Bauman habla de las sociedades modernas como
gigantescas factorías de seres destinados al desperdicio, colocados de una vez
y para siempre en el lugar de la sobra. Isabel Vázquez, fundadora de Madres
contra el Paco, no necesitó leer a Bauman para llegar a la misma conclusión: le
alcanza con abrir la ventana, y verlos.
"Acá, los
pibes sobran. Cada familia tiene como mínimo cinco chicos que se hacen grandes
de golpe. Se escapan, se van a la esquina y nadie va a buscarlos. Al final,
dejan la escuela y lo peor es que no saben hacer nada. A mí, cuando no quise
estudiar más, mi mamá me llevó de prepo a la casa de una modista a aprender el
oficio. Pero ahora los padres son muy jóvenes, no se ocupan. Y al chico hay que
ir a traerlo, hay que incorporarlo a todas las cosas", dice.
El punto es lo que
marca Raquel Munt, desde la Secretaría de Hábitat e Inclusión de la ciudad de
Buenos Aires: que muchas veces no hay quién vaya a buscarlos. En la Reina del
Plata, ahí donde casi el 20% de los chicos que viven en villas no va al
secundario, "las sucesivas crisis sociales fueron desgastando las
instituciones. Hoy las familias suelen ser mujeres solas con varios hijos y
muchas que no pueden garantizar el proceso de socialización. Lo mismo pasa con
la escuela: en muchos casos el niño no es el sujeto pedagógico para el cual la
escuela fue pensada", dice.
Por algo hace rato
que "incluir" es el verbo fetiche entre los diseñadores de políticas
sociales. Lástima que, a menudo, esto se reduce a poner dentro de un aula tanta
gente como sea posible. "En mi colegio les dicen «los quietos», porque no
molestan, pero tampoco participan ni prestan atención. Vienen por lo del plan,
porque si no vienen se lo quitan. Y así tampoco sirve", cuenta Cecilia,
profesora de Matemática en Lanús.
Con el tiempo, los
quietos se van. Y, lo que es peor, no regresan. El estudio de la UCA consigna
que cada año abandonan el secundario 135.000 alumnos, en una silenciosa sangría
de futuro que arranca temprano. A los 15 años, 6% de los chicos no trabaja ni
estudia; tres años después, la cifra se cuadruplica. Traducción: durante los
años supuestamente destinados a acumular capital personal, uno de cada cuatro
chicos no lo hace, o lo hace sólo intermitentemente. Y el fenómeno golpea sobre
todo a los más pobres: "51% proviene del quintil más bajo de la
distribución de ingresos. Son jóvenes que tienen un déficit estructural muy
grande en educación y en capacitación para el trabajo. Ellos constituyen la
fuerza laboral potencial de las bandas organizadas, debido a la ausencia total
de otras perspectivas laborales y posibilidades de progreso dentro de la
legalidad", apunta el documento.
NI
DE AQUÍ NI DE ALLÁ
¿Es sólo aquí? No,
definitivamente no. Ni la pérdida de fe en la educación ni el desgano como
marca de agua de los más jóvenes son realidades locales. Pero lo que en Europa
es gesto nihilista, en el caso de los «ni-ni» latinoamericanos (cuya cifra
ronda el 20% en toda la región) parece responder a una dolorosa certeza: la de
que la escuela no mejorará sus vidas.
"La idea de
que a uno estudiando más le va mejor no está anclada en la práctica", dice
Arroyo. "Les ofrecen llevar pizza, acuerdan un sueldo y les pagan mucho
menos. Y muchísimo menos que lo que ganarían por vender droga o hacer política.
Claramente lo que lee es que ése -el del esfuerzo y el estudio- no es el
modelo."
Isabel también
entiende de eso porque en su reino de 172 manzanas, detrás de la feria La
Salada, dice, "sabemos -y lo denunciamos- que acá hay reclutamiento de
pibes. ¿Para qué? Para fraccionar y preparar droga, y también para robar.
Cuando fueron los saqueos, yo vi a barrabravas pasando con una camioneta y
tratando de convencerlos. Les prometían cien pesos y les decían que lo que
saquearan era para ellos. Los pibes pobres son siempre carne de cañón para lo
que sea: para los sindicatos, para las marchas. Les prometen trabajo, les dan
ochocientos pesos, les ponen un chaleco y les dicen que ellos son los que
tienen que ir al frente", se queja. "O los usan en la guerra entre el
paco y la cocaína. Todos los días hay tiroteos, todos los días mueren pibes.
Hoy la droga es una industria, y para esa industria los pibes no valen más que
un tiro", dice. Y se apaga entera.
CAMINO
DE REGRESO
¿Cómo se vuelve a
poner en hora este reloj enloquecido? ¿Cómo se impide que a la hora de estudiar
los jóvenes se limiten a ver pasar los trenes? Según Miranda, el camino de
recuperación ya ha comenzado, y no duda en señalar a la AUH como un gesto
poderoso. "Hoy, casi todos los jóvenes acceden a un plan social o algo.
Pero, además, de a poco se va recuperando la idea de que estudiar sirve.
Tenemos paneles de egresados de secundaria donde se ve que los grupos más
pobres valoran la educación por sobre el trabajo. Ese es un dato."
Para Arroyo, en
cambio, el panorama es bastante menos idílico.
"En los barrios hay
programas, pero las changas se cayeron, la inflación acucia y hay
sobreendeudamiento. Sobran motitos y faltan billetes. Pero, además, se está
errando la escala. Hay casi un millón de jóvenes «ni-ni» y programas sólo para
100.000; hay cuatro millones de personas que no acceden a créditos, y créditos
sólo para 200.000. Repito: no se está tomando real dimensión del
problema."
¿Su propuesta? Una
acción integral, masiva y de largo plazo, similar al programa Bolsa Familia de Brasil,
que tras décadas de aplicación sacó a millones de personas de la pobreza.
"Hay que implementar un sistema de tutores que acompañen a los chicos. El
tutor puede ser un vecino, un cura, una maestra, alguien respetado que se ocupe
de que ese chico estudie y vaya a trabajar. Además, hay que ir hacia la
educación dual (parte educación, parte práctica en fábricas y empresas, como en
Alemania) para que al terminar su estudio tengan asegurado un puesto de
trabajo."
Isabel, en cambio,
prefiere hablar de amor. De la falta de amor, de ciertas formas imperdonables
de la orfandad, de la necesidad de que los jóvenes de nadie se vuelvan, un día,
los jóvenes de todos. "Porque este problema no lo tienen ellos; lo tenemos
nosotros, porque los pibes siguen en las esquinas.
Ésta es la asignatura
pendiente de todos los gobiernos, porque si no hacemos nada como sociedad, esto
es un búmeran.
Tarde o temprano, en la calle, te vas a encontrar con uno de
ellos", dice.
Cae la tarde en Budge. Lo que es el futuro ya se cayó hace rato...
#El Gobierno busca eliminar más de la mitad de las becas universitarias