Yo que siempre pedí a gritos la verdad, hoy me arrepiento.
Porque a veces es mejor no saber esas verdades que se instalan lastimeras.
Que aparecen camufladas como fantasmas y nos asaltan en la oscuridad
de la noche arrancándonos los sueños.
Que se cuelan entre la penumbra de nuestra propia imagen reflejada en el espejo
y nos provocan esa nube cargada de lágrimas que anegan lo que queda de luz en la mirada.
Que renacen en cada inspiración y espiración del aire que respiramos
y nos infectan con su hiel venenosa robándonos la calma.
Que desplazan a codazos impetuosos cualquier posibilidad de creencia y de esperanza
y nos toma de la cintura clavándonos los colmillos para devorar lo poco que nos queda.
Y ya no se vuelve a soñar, ni a creer, ni a olvidar.
Se vuelve dolor punzante, raíz subterránea que engendra una herida abierta,
y la sangre vertida queda tatuada sobre la memoria de la fe que tuvimos alguna vez.