Cuando llegó, ya había levantado hasta la última piedra de Orión
y de sus inmediaciones, de Andrómeda, de la Vía Láctea.
Aunque estaba cansado, la expresión de sus ojos demostraba que reconocía un cierto rastro al abrigo de nuestra atmósfera, tal vez un vacío repentino
en el aire donde poco antes se dibujara una silueta.
Probó sorbos de mar tratando de identificar un sabor que conocía bien.
Levantó los campos de labor como si fueran alfombras, las extensiones de césped, los jardines, los ríos de asfalto... pero de allí no emanaba el perfume que humedeciera de deseo sus noches.
Abrazó picos vertiginosos, hundió las manos en lenguas terribles de hielo, acarició la piel que cubría la espina dorsal de cada cordillera y nada se parecía al tacto de los dedos que se deslizaban en su memoria.
Ni el estruendo de una ciudad disparatada e inmensa, ni el trino amplificado de una bandada de pájaros, ni el gorgoteo amenazante del interior de la tierra se parecían al timbre que aún susurraba palabras de amor adentro en sus oídos.
El día que el planeta no tuvo más que ofrecerle,
El día que el planeta no tuvo más que ofrecerle,
buscó refugio en un bosque.
Del lugar donde los árboles tomaban mayor altura y sobre un suelo
que se cubría con un colchón de hojarasca tierna, hizo su hogar.
Se mantiene en silencio, sonríe.
Se diría que satisfecho ante la contemplación inacabable
del frenesí de las ardillas.