sábado, 31 de agosto de 2013

Irónica, burlona, me sonríe desde la contratapa... (30209)



La primera vez que la vi fue en una librería, leía algo de Paulo Coelho. 
“Que pena”, pensé desde mis prejuicios. 
Ella estaba absorta, dominada por un caballero de la luz o algo por el estilo.
 Recorría las páginas con avidez y sus ojos negros iban de página en página, alejándola del mundo. 
El librero, retacón, de barba entrecana, la miraba resignado sabiendo que no le vendería nada.

Tomé cualquier libro y la miré sin disimulo.
 Quedé maravillado con su pelo hasta la cintura envuelto en una cinta verde, la cara semioculta por unos mechones negros y un cuello ideal para el célebre conde.
 De pronto cerró el libro y se fue, dejándome a solas con su perfume 
y el librero, que no toleraría otra lectura gratis.

 Me sentí ridículo: de pie, con un libro abierto que no leía y el hombre bajo mirándome fastidiado.
 Pregunté por unas obras medievales y me fui prometiendo 
volver en unos días.

El tiempo pasó y la anécdota se perdió en el olvido, destino posible hasta que las rescatamos como recuerdo y mentira a medias. 
Una mañana me la crucé en un Hipermercado, se veía diferente.
 No era sólo el pelo sobre los hombros y el bolso, sino algo más.
 Bajé la vista y me topé con un vientre redondo y dorado sobresaliendo bajo la remera negra.
 La seguí con la mirada mientras recogía unos yogures y algo de fruta.
 Se desvaneció entre la prisa de la gente y ruidos molestos.

Sorprendido, irritado, abandoné el changuito y fui por aire fresco.
 Las nubes formaban una cortina plomiza, de aguacero soberbio.
 “¿Se habrá casado?”, pensaba mientras las gotas gruesas castigaban los autos y los guardias del estacionamiento se refugiaban bajo
 los techos de lona.

De pronto, en conjunto con los relámpagos, percibí mi soledad de sótanos y objetos polvorientos.
 Quizá necesitara una familia, alguien que me rescatara de mi cátedra de Historia del Arte, de libros y libros apiñados en anaqueles, estatuillas baratas y publicaciones en revistas especializadas.

Los días siguientes fueron frenéticos. 
Mi habitual desinterés social fue interrumpido por la realidad: por escasez de fondos suspendían mi proyecto de investigación y me reducían horas cátedra, tantas que no tenía sentido dar clases. 
Me vi entre pancartas y manifestaciones callejeras, algo impensado para mí, reclamando sin demasiadas expectativas. 
Era escéptico por naturaleza, una cómoda elección para no comprometerse con nada y vivir entre mis muros, los muros del conformismo.

Había que empezar de nuevo. Me anoté en varios colegios secundarios pero todos me rechazaron por “exceso de calificación para el puesto”. Mi vida se derrumbaba, hasta mi gato de quince años me dejaba en una brillante mañana invernal.

Entonces conocí otro mundo: el de las colas de desempleados y el desánimo alimentado por la esperanza, la puta vestida de verde de Cortázar y su mañana será otro día. 

Cuando el tiempo consumía mis escasos ahorros, una llamada que ofrecía un puesto en una Universidad privada alivió mi situación.
 Me debatí unos segundos con mi conciencia, a la que convencí que la ética no contaba a la hora de comer y acepté, aunque odiara esas instituciones, de pobre nivel educativo y relación mercantilista con los alumnos.
 Pero estaba acorralado y me asusté, no cuento con la madera de los que saltan al vacío y buscan la rama que les evita el abismo.

¿Por qué cuento esto? Quizá es la necesidad de fisgonear en el pasado, de confesar que he vivido, agregaría otro poeta.

 Es triste llegar a una instancia de la existencia y darse cuenta que no hay huellas visibles más allá de las arrugas y que el lápiz de los grandes trazos sólo ha creado bocetos grises, siempre borroneados.

Un sábado a la mañana salí a caminar.
 Las personas son diferentes y muestran otros rostros: más vuelo en el alma, menos prisa; más sinceridad, menos mentiras. 
Cerré los ojos y mis recuerdos volaron. 
Vi a un pequeño paseando de mano de su madre que recorría negocios y supermercados, un chico que creció buscando certezas en el arte y hoy sólo tiene indicios, palabras sueltas y un desamparo a prueba de compañías.

Miraba con desidia una oferta vieja y me topé con ella. 
Fijó sus ojos en los míos y me temblaron las piernas.
 No me reconoció, no tenía porqué. 
Pasó a mi lado, absorta en sus pensamientos y con el mismo brillo en la mirada, el de la librería. La vi irse en silencio moviendo las caderas.
 “Es ahora o nunca”, me dije.

Y la seguí. Mi corazón golpeaba furioso contra mi pecho pero no le hice caso. Cruzó la calle y entró en una farmacia. La esperé afuera, rogando que no se demorara. Encendí un cigarrillo, pese a que había prometido dejarlo, y me senté en el cordón de la vereda.
 Sabía que era ridículo, un cuarentón de gestos eléctricos fumando nervioso, viejo como las manchas de aceite sobre el asfalto. 
Le corté el paso cuando atravesaba la puerta con una bolsita en la mano.

—¿Cómo te llamás? — mi voz sonó ronca, como si masticase arena.

Ella sonrió y me miró de pies a cabeza.

Así nos conocimos. Me habló de su ex marido, del maravilloso hijo que tuvo con él y del amor que un día se evaporó como el aroma de nuestro café. Luego de oírla cinco minutos estaba enamorado, lo estuve desde el primer día en que la vi.
 Ella hablaba y movía sus manos acariciando el aire.
Tenía unos dedos largos y finos y con cada afirmación levantaba las cejas. Pero lo mejor era su sonrisa, la de las personas sensibles.

Quedamos en vernos de nuevo, en este bar.
 Ella se ha demorado y la demora sabe a plantón, a cita trunca, a miedo al fracaso.
 Resignado ante lo evidente abro el libro por enésima vez y leo mi dedicatoria, previsible, sincera.
 Suena mi celular. “Lo siento, me retrasé, espérame”. 

Feliz de haberme equivocado levanto el brazo y pido otro café.

 La foto de Coelho, irónica, burlona, me sonríe desde la contratapa.