viernes, 13 de septiembre de 2013

Esos días con esa sombra viscosa son días que no.



 Los ojos estacionados en ese vaivén imperceptible, pero certero de la sombra, que no es soledad. 

A mi me encanta la soledad, soy una persona solitaria.
 Nunca me aburro. 

Ah, pero la sombra es otra cosa, no tiene que ver con la soledad.
 En medio de un mundo de gente la cerrazón puede llegar tan campante e instalarse aunque no haya un espacio vacío.

 Sólo quien ha padecido depresión sabe de lo que hablo. 
El resto lo puede imaginar, pero ni remotamente sabe cómo es esa oscuridad que lo va cubriendo todo en medio de un día de sol. 

La voluntad desaparece. Es como si un paño húmedo, pegajoso y negro lo fuera cubriendo todo. Y cuando digo todo, es todo. 
Empieza de manera inesperada.

 Puede caer sobre uno en cualquier momento, luego de cepillarte los dientes, levantar la cabeza y descubrirte allí, mirándote, pensando quién es esa persona que te mira desde el fondo de tu vida.

 Puede quedarse allí, arremangando la incertidumbre o seguir cayendo, seguir tus pasos, ir hasta la cocina y acompañarte en el movimiento que lleva tu mano a la pava, al encendedor, al fuego…

Y así lo va vistiendo todo.

Pero no quería hablar de eso que por ahí no tiene sentido.