domingo, 15 de septiembre de 2013

Inevitables humanos (30514)

Cuando hablamos del proceso evolutivo siempre decimos que es ateleológico, es decir, que no persigue ninguna finalidad u objetivo predefinido. 
Las reglas que lo regulan parecen obedecer, en último término, al azar.
 De ese modo si pudiésemos dar marcha atrás en el tiempo hasta los orígenes de la vida hace unos 2.700 millones de años y hacer de nuevo funcionar el motor evolutivo parece que los seres vivos que hoy conocemos no habrían aparecido, existiendo quizá una diversidad de especies muy diferentes. 
Y aquí surge la cuestión más polémica: ¿hubiera existido el hombre tal y como lo conocemos?
 La respuesta, a priori, parece ser negativa y da un fuerte golpe al llamado principio antrópico (pensar que el Universo fue creado para que, al final, el hombre apareciera en él).
No obstante, nada es tan sencillo y algunos estudios recientes parecen apoyar, de nuevo, dicho principio. Y es que lo que hay que tener muy en cuenta es que, a pesar de que la generación de rasgos fenotípicos parece seguir un patrón aleatorio, la selección natural juzga que fenotipos son los que sobreviven y la selección natural no es otra cosa que la presión ambiental, es decir, las características del entorno en el que una especie se desarrolla. 
Y dado un entorno determinado hay muy pocos fenotipos que sean, objetivamente, los más eficaces, limitando este hecho mucho la creatividad de la evolución.
 Solo un cierto tipo de seres vivos sobrevivirán y no una indefinida cantidad de ellos. Ejemplos los tenemos por doquier en lo que los biólogos llaman evolución convergente: estructuras biológicas que han evolucionado por caminos diferentes para llegar a una misma solución o función biológica. Hay fórmulas que se repiten constantemente: ojos (aunque últimamente se ha dudado de su divergencia), patas, aletas, esqueletos, sistemas nerviosos, simetría bilateral (algo que me parece alucinante: ¿por qué habrá sido tan rentable ser simétrico?) o, yendo a los orígenes, la célula eucariota como componente esencial de los dos grandes reinos: animal y vegetal. 
La evolución se parece más a un proceso ingenieril de búsqueda de soluciones con los medios disponibles que a una obra de arte en el que el pintor dibuja a capricho.
El paleo-biólogo inglés Simon Conway Morris escribió una obra titulada Life’s Solution: inevitable Humans in a Lonely Universe en la que defendía vehementemente la existencia de múltiples caminos convergentes en la historia de la vida. Su argumento principal es la similitud que se da entre especies que viven en entornos separados y muy diferentes. 
 Si pensamos en la fauna y flora de continentes separados por océanos como Europa, América u Oceanía, deberíamos encontrar especies muy distintas pero, por el contrario, encontramos una y otra vez los mismos diseños. Comway hace hincapié en las similitudes de los sistemas sensoriales o de la inteligencia de primates y cetáceos.
Karl Niklas, profesor de botánica de la Universidad de Cornell, realizó una serie de simulaciones computerizadas de la evolución de las plantas en las que ensayaba los diferentes diseños vegetales en virtud de varios parámetros de optimización: obtención de luz, distribución de semillas y estructura robusta. Sus resultados fueron claros: los diseños de las plantas que observamos en cualquier parque son diseños óptimos. 
La naturaleza no puede diseñar vegetales de formas muy diferentes, no caben demasiados diseños más que tengan opciones de sobrevivir.
Thomas Ray, de la Universidad de Oklahoma, fue pionero en los trabajos de simulación de entornos evolutivos (vida artificial), creando en 1990 el programa Tierra. En él, un número indefinido de pequeños programas tenían las propiedades de mutar (cambiar una pequeña parte de su programa) y autorreplicarse, y competían para sobrevivir en un entorno virtual.
 Era todavía una simulación extremadamente simple de la evolución pero, para sorpresa de Ray, enseguida comenzaron a pasar cosas fabulosas:
Al principio, se desarrollaron programas  que se replicaban con mayor rapidez por un motivo muy simple: su menor tamaño. Alguno de los programas mutados habían perdido una pequeña parte de sus instrucciones, de forma que ocupaban menos espacio de memoria y requerían un tiempo inferior para completar su ciclo. A continuación, ocurrió algo más interesante: aparecieron programas aún más cortos, que se replicaban muy eficientemente, pero que eran incapaces de hacerlo por sí mismos. Su ciclo vital requería emplear las instrucciones de otros programas o, dicho de otra forma, eran parásitos de los segundos. Surgieron entonces parásitos de los parásitos (o hiperparásitos) igual que ocurre en los ecosistemas reales. Más tarde, la simulación generó estrategias nuevas en las que algunos programas intercambiaban partes con otros.  Ésta es la base de la reproducción sexual, que fundamentalmente consiste en mezclar información procedente de dos organismos distintos. En el caso de la Tierra, la invención del sexo resultaba conveniente para escapar al efecto de los parásitos. Un parásito reconoce a su huésped identificando una parte específica de éste, así que una forma de escapar de los parásitos es cambiar con la suficiente rapidez. Finalmente, aparecieron grupos de programas que cooperaban entre sí, de tal forma que aunque aisladamente no eran muy eficientes, el grupo cooperador no tenía rival. En esta caso lo que emerge es una pequeña red de programas de interacción en la que cada programa facilita la replicación de al menos otro, a la vez que es ayudado por otros.
Ricard Solé, Vidas Sintéticas
Tenemos en una simulación infinitamente menos compleja que la realidad natural elementos como el parasitismo, la reproducción sexual o la simbiosis. De nuevo pruebas a favor de la necesaria aparición de ciertos diseños dado el entorno terrestre. Y es que quizá habría que entender la evolución como esos juegos en los que hay un laberinto en el que hay que intentar meter una bola de metal en un agujero. 
Supongamos que la bola no sigue la ley de la gravedad ni ninguna influencia del jugador sino que su movimiento es completamente aleatorio.
 Aún así, las paredes del laberinto limitarán mucho su recorrido y, al final, habrá altas probabilidades de que entre en el agujero.
¿Esto quiere decir que la aparición del hombre era algo necesario, algo que, tarde o temprano, tenía que suceder? 
Un dato en contra lo tenemos en que nuestra inteligencia (en el grado propio del hombre) no es un diseño que se haya repetido muchas veces en la historia natural, por lo que podría tratarse de algo así como un breve accidente o una solución no demasiado óptima, viendo además que nuestros parientes evolutivos más cercanos se extinguieron. 
Supongo que tendremos que esperar unos cientos de miles de años para ver si el diseño sapiens era bueno y, a la postre, inevitable.