Por encima de 5.000 m no viven seres humanos de forma permanente.
Muy pocos son los que podrían ni siquiera acercarse a esa altura. Y muchísimos menos, verdaderos escogidos muy bien entrenados, los que pueden alcanzarla y llegar a superar los 7.500 m de altura.
Sólo los mejores alpinistas lo logran.
Las imágenes que nos muestran a los alpinistas en plena ascensión a las cumbres del Himalaya son imágenes de gran belleza pero en cierto modo engañan.
No muestran el sufrimiento del alpinista.
En las imágenes no se aprecia la dificultad extrema que supone la ascensión.
Por eso engañan, porque no reflejan fielmente la realidad.
No es fácil vivir en las alturas, -ni siquiera es fácil estar-, porque hay muy poco oxígeno. Conforme se asciende hay cada vez menos.
Hay que precisar que, dado que se trata de un gas atmosférico, no es su concentración lo que desciende con la altura, sino su cantidad.
La concentración del oxígeno en la punta del Everest y en la playa de La Lanzada, por ejemplo, es la misma: un 21% aproximadamente.
Lo que ocurre es que allí arriba hay menos aire, mucho menos.
El aire que hay es menos denso, hay menos moléculas de gas en el mismo volumen; está menos comprimido porque se encuentra bajo una presión muy inferior y la razón por la que está menos comprimido es que cuanto más arriba está el aire, menos aire queda por encima, y por ello ejerce menos presión.
Al nivel del mar la presión atmosférica es de 760 mmHg (milímetros de mercurio), o 1 atm (atmósfera); esta es la que se considera una presión normal. Pero a 5.000 m de altura la presión atmosférica se reduce a 400 mmHg.
Desde un punto de vista práctico podríamos decir que a 5.000 m de altura hay casi la mitad de aire que al nivel del mar y, por lo tanto, también la mitad de oxígeno.
Todo esto es muy importante porque el paso del oxígeno del interior del pulmón a la sangre depende de la presión parcial de oxígeno.
La presión parcial de oxígeno a nivel del mar es de 160 mmHg, esto es, el 21% de 760 mmHg, ya que el oxígeno representa el 21% del volumen del aire.
Por eso, y dado que al ascender se reduce la presión atmosférica, en la misma medida se reduce la presión parcial de oxígeno; esto es, a 5.000 m de altura la presión parcial de oxígeno es de 84 mmHg, un valor muy bajo para que el oxígeno pueda difundir a la sangre de casi cualquier animal, incluido el ser humano.
Las personas que vivimos al nivel del mar solemos tener dificultades cuando viajamos a lugares altos.
Los ciclistas, cuando ascienden los grandes puertos de alrededor de los 2.000 m, dicen que les falta aire.
He estado en Cuzco, a 3.400 m sobre el nivel del mar y cada vez que me agachaba a atarme los cordones de los zapatos tenía dificultades para respirar.
En La Paz, a 3.700 m de altura, experimenté el llamado mal de altura o soroche -como lo llaman en Bolivia y el Perú- en una versión leve.
Y en el Alto -el nombre lo dice todo-, la localidad donde se encuentra el aeropuerto de La Paz, a 4.000 m de altura, tenía dificultades hasta para respirar.
El mal de altura lo provoca la hipoxia (escasez de oxígeno), al menos en una parte importante, y consiste en dolor de cabeza, somnolencia, mareo, nauseas y debilitamiento, aunque puede presentar manifestaciones más graves.
Pues bien, los mejores alpinistas llegan hasta las cumbres de más de 7.500 m, a pesar del poquísimo oxígeno que hay tan arriba.
Por encima de esa cota, un ser humano normal casi no puede ni respirar.
Andar bajo esas condiciones representa el máximo esfuerzo que pueden hacer sólo unos pocos escogidos.
Una persona normal no se puede hacer una idea de lo que supone realizar una ascensión por encima de 7.500 m y si, además de ascender, se lleva una pesada carga a la espalda, el esfuerzo es inimaginable.
Los alpinistas son deportistas excepcionales; los que alcanzan alturas próximas a los 8.000 m se encuentran en el límite, en uno de los que son verdaderos límites para la vida humana.
A la zona que se encuentra por encima de los 7.500 m se la llama, no sin razón, zona de la muerte.