Estaba buena la mamá del Gordo Kuky.
Diga que era compañero y la vieja debía tener la misma edad que las de nosotros.
Además el viejo tenía pinta de malo.
Con semejante mujer, nos imaginábamos que había que ir por la vida poniendo cara de perro, si no, en cualquier esquina te la birlaban.
Cada vez que lo veíamos venir al gordo Kuky, nos callábamos.
En una de esas le iban a dar vergüenza los pensamientos que teníamos con la madre o tal vez intentaría golpearnos, quién sabe.
Nunca nadie le dijo nada.
Salvo ese cartelito que apareció en el lado de adentro de la puerta del baño “Gordo, ¿sabes qué le haría a tu mamá?”
Pero después alguien lo borró inmediatamente.
Si lo vio o no, nadie sabe. Y nunca nadie le preguntó.
Ese quinto año esperamos las reuniones de padres, nunca faltaba la vieja.
Quiero creer que alguna vez se dio cuenta de lo que despertaba en los amigos de los hijos, digo, porque nos sonreía de forma medida, por obligación, muy amable, sí, pero distante, mostrando que ella era ella y nosotros nosotros.
La cosa se comenzó a ir de las manos en julio.
Los changos habían descubierto que iba a gimnasia los martes y jueves.
Salía tarde. Era cuestión de esperarla nomás.
Les dije que eso no se hacía.
Que los acompañaba en cualquier cosa, pero que hasta ahí no llegaba.
No era que no me animase.
Pero me parecía una estupidez, además destinada al fracaso.
No va a salir bien, avisé.
Iba a ser el jueves a la noche. Procuré que mi familia supiera que a esa hora estaba en casa. Anduve dando vueltas por las habitaciones, molestando a mis hermanos, tratando de conversar con mi madre.
A cada rato preguntaba la hora.
Sabía que me iban a culpar y quería despegarme de antemano.
Esa noche no dormí.
Al día siguiente, cuando llegué a la escuela les pregunté si lo habían hecho.
Respondieron que no, que al final lo pensaron bien y se convencieron de que tenía razón, era una tontería intentar declararle nuestro amor.
Si usted supiera, doña, que yo era el que más la quería.