miércoles, 5 de febrero de 2014

Principio de relatividad galileano

Una de las ideas de la historia de la ciencia que más me impactaron cuando conseguí entenderla bien (si es que aún hoy la entiendo del todo bien) es el principio de relatividad galileano, formulado por Newton en su segunda ley del movimiento. 
La ley newtoniana dice así: todo objeto está en movimiento o en reposo a no ser que se ejerza una fuerza sobre él. Aparentemente no parece gran cosa para el lego en historia de la física, pero es una frase altamente revolucionaria. Aristóteles pensaba, con su habitual sentido común, que el estado natural de un objeto era el reposo.
 Cuando observamos la naturaleza los objetos parecen estar quietos a no ser que algún tipo de fuerza los mueva. Cuando esa fuerza deja de ejercer su acción el objeto deja lentamente de moverse hasta quedar de nuevo quieto.
 Con esta idea se vivió desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento, hasta que llegó la egregia mente de Galileo Galilei.
El experimento es bien sencillo, tan trivial que parece imposible que a nadie se le ocurriera hacerlo antes. Si observamos un barco en movimiento y lanzamos un objeto desde su mástil, su trayectoria variará en función de donde esté situado el observador. 
Si somos un marinero que está dentro del barco veremos que el objeto tiene una trayectoria rectilínea desde lo alto del mástil hasta la cubierta.
 Sin embargo, si somos Galileo y observamos el mismo movimiento desde nuestro telescopio en tierra firme, veremos que hace una curva acompañando el movimiento del barco. 
Es algo trivial pero que tiene que hacer rechinar nuestras neuronas: ¿cómo es posible que el mismo movimiento tenga dos trayectorias distintas? 
Parece que algo o se mueve en línea recta o lo hace siguiendo una curva pero… ¿ambas a la vez? 
¡No puede ser!
Relatividad de Galileo
La conclusión es alucinante: no existe ninguna trayectoria “real”, absoluta, válida para todos los observadores posibles, sino que hay tantas trayectorias como observadores, y si pensamos que podrían existir un número indeterminado de posiciones y velocidades desde las que observar… ¡hay infinitas trayectorias posibles!
 Infinitos galileos situados en infinitas posiciones diferentes observarían trayectorias distintas.
La importancia de este hallazgo es capital pues suponía un durísimo golpe a la física aristotélica. Como para el griego existían el movimiento y el reposo absolutos, para mover el mundo eran necesarios un montón de motores que transmitían por contacto (evidentemente, desconocía las fuerzas a distancia como la gravedad) el movimiento a cada móvil existente. 
En su compleja cosmología, existían un montón de esferas de éter que envolvían el universo y se movían unas a otras hasta llegar a Dios, al motor inmóvil, aquella fuerza absoluta que movía sin moverse ni ser movida.
 Cuando Galileo formula su principio todo esto salta por los los aires. No existe un motor absoluto porque el movimiento no es objetivo, es relativo a cada observador. Si, por ejemplo, todo el universo estuviera constituido por una serie de objetos que se mueven en la misma dirección a la misma velocidad, nadie podría afirmar, siendo uno de esos móviles, si algo se mueve o todo está quieto.
 Sencillamente, en ese universo, no existiría el concepto de movimiento.
 De la misma forma, en un universo en el que solo existiera un objeto, tampoco podría decirse si está en movimiento o reposo, pues no habría ningún observador externo, ningún punto de referencia desde el que juzgar la trayectoria. Y es que el movimiento no es una propiedad del objeto, no puede explicarse apelando únicamente al objeto móvil, sino que hace falta un mínimo de un segundo objeto que, además mantenga una dirección o velocidad diferentes con respecto al primero, para poder hablar de movimiento.
Por eso podemos volver a insistir en la necesidad de basar nuestro conocimiento en una ontología de relaciones más que en una ontología objetualista. El movimiento es una relación, no una propiedad objetiva.
El concepto fundamental de la madre de todas las ciencias, aquella que pretende reducirlo todo a sus leyes, el concepto de movimiento, es relativo, es subjetivo.
 Pero, precaución amigo conductor, subjetivo no quiere decir “construido culturalmente por el individuo”, ni “creado o inventado” o “una mera idea en la mente de alguien”. El movimiento es real: un hombre del siglo XII, un masái, y yo observamos la misma trayectoria que Galileo siempre que estemos en su mismo lugar. El movimiento es perfectamente real y objetivo en el sentido de externo a nosotros, solo que es algo que solo existe en relación con otros objetos, no por sí mismo. 
Simplemente (o no tan simplemente), la cuestión reside en cambiar la perspectiva ontológica.
Pero no todo está perdido para los teístas nostálgicos de Aristóteles. Podríamos volver a apelar al ojo de Sauron: podría existir un centro del Universo, un lugar privilegiado desde el que observar la totalidad de lo real y, por lo tanto, poder determinar el movimiento y el reposo. 
Dios volvería a ser la percepción absoluta, el ojo que todo lo ve y que da objetividad a  la realidad. 
Todas nuestras observaciones de trayectorias serían erróneas ya que nosotros no estamos situados en el lugar de Dios. Sólo Él sabría cuál es el movimiento correcto de cada móvil. 
Berkeley podría no estar tan desencaminado como pudiera parecer (como pasa con todos los filósofos clásicos cuando se los estudia bien). No obstante, para mí todo eso es un mito: centro del universo, observador absoluto, motor inmóvil, causa incausada, idea de bien de la que todo emana… verdad absoluta, a fin de cuentas, no son más que diversas formas de representar ese anhelo humano de saberlo todo, de llegar al hegeliano fin de la historia. Mitos de la razón, al fin y al cabo