
Les cuento que aquella vieja calle tenía cierto encanto. A lo mejor la venta de frutas en su entrada atendida por un señor con cara de melón y cuerpo de patilla, quien tenía unos brazos rollizos, manos de palmas peladas y dedos como rodillos. O la peluquería al estilo antiguo, con altos espejos adornados barrocamente con tubos dorados ya descascarados, que quedaba a mano derecha. Era estrecha y calurosa. Un solo ventilador agotado echaba vaporones sobre los pocos clientes quienes además iban pocas veces. Una radio desdentada sonaba boleros y rancheras. No tenía botón que cambiara de AM a FM sólo una rueda para subir o bajar el volumen.Al frente una carnicería. Sucia, como se suponen deben ser estas tiendas de la sangre, la carne y la grasa sacudidas a punta de cuchillazos y embolsadas al descuido en filetes, molidas o completas. Un perro duerme en la entrada con la nariz gastada de tanto oler delicias. Le quedan pocos dientes por haber defendido a dentazos su puesto. Por supuesto cojea de una pata y tiene un ojo tuerto.Subiendo un poco más llegas a la funeraria, estrecha como todo en esa calleja. El féretro sólo entra a lo largo y no de lado, mientras que los deudos entran de a uno en uno y adentro se acomodan como pueden en los duros bancos de madera. Allí no falta la sopa, el consomé y los vasitos como dedales de café negro siempre tinto siempre hirviente. Incluso en los días más calientes ese café hierve.
A contrapuerta está la farmacia, con mostradores de madera oliendo a formol y a aceite de pino. Polvorienta de tantos días secos. Mirando en frente lo inevitable de la muerte aún con tanto remedio enfrascado. Esta tienda se disputa con la de al lado el poder curativo del cuerpo y el alma. Al lado venden imágenes de santos, escapularios, velas, rosarios y terminales, “que la suerte también la inclina Dios señora”, dice la vendedora, prima hermana del farmaceuta con quien juega partidos de tute algunos días por la tarde cuando la gente flojea demás.En la panadería ya no se vende el pan de torcida, pero las empanadas son de las mejores de la cuadra. Recién hechas tienen un queso que se deshace como seda en la boca. Claro que este olor de masa horneándose no baja sino que sube para no encontrarse con el abanico de aromas calle abajo con todo y perro. Ese olor sube y se cuela en la iglesia que queda al final de la callecita. Allí dentro el incienso flota sobre los feligreses en medio del calor apenas soplado por pequeños ventiladores emparentados con el de la peluquería. Pero hasta el más rezandero apura en silencio el sermón del cura catalán y el último rosario cuando le llega el olor de los cachitos de jamón o del pan sábado.Apretados, como era de esperarse, los creyentes comparten su fervor pero también su debilidad por la conversa y hasta el chisme en esa panadería que hace esquina, mirando la callecita lánguida. Las discusiones airadas que surgen ante un tute trampeado más abajo.
A contrapuerta está la farmacia, con mostradores de madera oliendo a formol y a aceite de pino. Polvorienta de tantos días secos. Mirando en frente lo inevitable de la muerte aún con tanto remedio enfrascado. Esta tienda se disputa con la de al lado el poder curativo del cuerpo y el alma. Al lado venden imágenes de santos, escapularios, velas, rosarios y terminales, “que la suerte también la inclina Dios señora”, dice la vendedora, prima hermana del farmaceuta con quien juega partidos de tute algunos días por la tarde cuando la gente flojea demás.En la panadería ya no se vende el pan de torcida, pero las empanadas son de las mejores de la cuadra. Recién hechas tienen un queso que se deshace como seda en la boca. Claro que este olor de masa horneándose no baja sino que sube para no encontrarse con el abanico de aromas calle abajo con todo y perro. Ese olor sube y se cuela en la iglesia que queda al final de la callecita. Allí dentro el incienso flota sobre los feligreses en medio del calor apenas soplado por pequeños ventiladores emparentados con el de la peluquería. Pero hasta el más rezandero apura en silencio el sermón del cura catalán y el último rosario cuando le llega el olor de los cachitos de jamón o del pan sábado.Apretados, como era de esperarse, los creyentes comparten su fervor pero también su debilidad por la conversa y hasta el chisme en esa panadería que hace esquina, mirando la callecita lánguida. Las discusiones airadas que surgen ante un tute trampeado más abajo.
Tiene cierto encanto, como no, y queda aquí cerca, a la mano, al ojo abierto, la nariz que quiera verla y olerla, como cualquier otra callecita entre callezotas vibrando alrededor.
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