martes, 11 de marzo de 2008

Dejemos la física y caminenos por un cuento.




Instantes del silencio.

Ocurrió en los instantes del silencio. En esos días que se suceden como cuentas de un rosario, sin la interrupción de ningún suceso que merezca ser recordado. Y es que, cuando se entra en un camino sin curvas, la monotonía del paisaje cotidiano hace que la más leve ondulación cobre un relieve, quizás incomprensible, a los ojos de un viajero acostumbrado a la senda empedrada, sin asfaltar. Lo abrupto hace variar, rectificar la marcha. La comodidad del aire acondicionado adormece y aleja, a veces por siempre, del calor y el frío de la vida.
Ocurrió por casualidad, o tal vez no. Es difícil, por no decir imposible, encontrar sin haber buscado, ver sin haber mirado, oír sin haber escuchado. “No hay más casualidad que la planificada”. Siempre lo había creído pero, la certeza de esta convicción no evitaba la sorpresa en cada hallazgo de su vida.
Y ella, sin duda, había sido un hallazgo.
El deseo, cuando surge, lo hace sin avisar, pero siempre nace en un terreno abonado para él. Puede de un leve, casi imperceptible, intercambio de miradas. La sensación es instantánea y ni el frío ni el calor, o mejor aún, gracias al frío y al calor, crecerá incansable en la mente, alimentándose de la angustia y la esperanza que él mismo genera.
Angustia y esperanza, sentimientos contrapuestos que conjugados en el tiempo y el espacio pueden obrar el milagro de dotar de vida. Son el primer paso en un largo camino que se empieza a recorrer con ilusión y cuyo destino final, atrayente y misterioso, evita dar marcha atrás.
Sentir... Hay veces, que ningún precio es demasiado alto por el privilegio de sentir. Los sentimientos, reconfortantes o no, eso no importa tanto, son la vida y el desvanecimiento de estos deja, tan solo, un cuerpo inanimado tras de si.
¡Y qué fácil es caer en el olvido de la vida! Ese olvido que apenas da motivos suficientes cada mañana para comenzar un nuevo día. Ese olvido que hace de la noche una sombra oscura guardiana de la nada, porque sólo la nada puede ser soñada, cuando se ha perdido el sentimiento en el vivir.
Atrapado en el olvido, así estaba, como tanta y tanta gente que justifica sus derrotas importantes, esas que obligan a mantener la mente tranquila, el alma dormida, repitiéndose absurdos discursos sobre lo que es fundamental para triunfar en la vida, cómodas mentiras que conducen al estancamiento o total anulación de ésta.

Y fue ella, con su mirada serena, con su paso tranquilo, con su alma dolida, la que lo despertó, sin saberlo. La que lo liberó de la mortal atadura de lo seguro, la que le dotó de esa rebeldía olvidada que justifica un sueño lejano, arraigado con fuerza, en la secreta necesidad de ser vivido.
Ella, un reflejo de color transparente. Desde el primer momento la sintió así. El efímero reflejo de un alma atormentada. El cálido color de una esperanza no muerta. La inocente transparencia que no pide más que lo que está dispuesta a dar.
Poco importaba que su amor fuera de esos imposibles. Que la relación dependiese de tantos cabos, que nunca acabara de amarrarse. Que la viera partir día tras día a otra casa, a otra vida, a otro mundo lejano y casi hostil, asesino de vida, de sueños y de esperanzas. Poco importaba todo eso porque ella, le había despertado.
Ahora le tocaba a él soñar en silencio, solitario, pero no en soledad, porque siempre había en sus noches un reflejo de color transparente cuya compañía la vivía tan cierta como el propio amanecer.

Adolfocanals@educ.ar

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