lunes, 10 de marzo de 2008

Estoy seguro que eligiría lo segundo.


Lo conocíamos como el viejo del violín o el viejo de los perros, porque siempre andaban a su lado una jauría de nueve o diez . El no les hablaba ni los acariciaba, pero siempre estaban a su lado incondicionalmente; los había altos, pequeños, de pelo largo o casi sin pelo de tanto rascarse, pero tenían una característica que los unía, eran muy flacos, supongo que comían de los tarros de basura que sacaban los restaurantes en esos inviernos crudos de la costa en los años ochenta.
El pelo y la barba gris apenas dejaban al descubierto sus ojos claros y un par de mofletes color vino; era un hombre bajo, vestido de traje marrón, aunque no se si había sido marrón alguna vez o se fue haciendo marrón con el tiempo, la mugre o el mal trato, rematado con un cinto de cuerda desflecada. Llevaba una camisa hecha jirones, pero eso sí, remataba su atuendo con una corbata descolorida que le daba “un toque de distinción”. Los zapatos eran enormes, con las puntas levantadas, evidenciando que había falta de pie o sobraba cuero.
Llegaba a “su parada”, frente al casino, y de una bolsa de arpillera sacaba un violín desvencijado y un arco casi sin cerda, ponía entre sus zapatones una caja de lata de te, clavaba la vista en un punto y comenzaba el concierto de nunca acabar. Horrible, con mas sonido a puertas de castillo abandonado que a violín, casi una tortura. Los comerciantes de alrededor generalmente cafés, prestamistas y quiosqueros que lo padecían por horas se quejaban, pero el seguía como si nada, aferrado a su violín, rodeado por sus perros, con sus ojos en blanco, como si disfrutara de su música.
De pronto a la madrugada, el placer del silencio. Metía el violín en la bolsa, guardaba las monedas y cruzaba la avenida sin decir una palabra con su procesión de perros flacos. Dicen que dormía en la recoba del casino frente al mar, se acostaba sobre un diario y se tapaba con sus amigos, dándose calor uno a otros mientras el viento frío del mar barría las playas de la Bristol.
Siempre pensé que los perros tenían un sentido especial y sabían diferenciar los hombres buenos de los malos, es la única forma de explicar tanto amor y fidelidad hacia alguien que no les daba mas que mala música y hambre.
De pronto desapareció. Nunca mas se supo de el. Seguro que murió y se fue al cielo volando encima de su diario viejo. ¿qué habrá hecho Dios con el?, estará en alguna nube vestido de smoquing tocando con un Stradivarius, o lo habrá mandado al cielo de los perros para que nunca se sienta solo, estoy seguro que elegiría lo segundo.

Adolfocanals@educ.ar

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