martes, 6 de mayo de 2008

La único que compartimos es el mismo cielo.



Ella para los demás, era una niña extraña.
Se levantaba temprano por las mañanas y bajaba hasta una estación abandonada que había en la frontera de su pueblo, para perderse entre trenes que ya no funcionaban.

Sus ropas estaban descoloridas y no respondían a ninguna moda. Era como que había caído desde otro espacio y otro tiempo, pero todos la habían visto crecer en el mismo pueblo. Habían compartido escuela, patios y recreos. Se había hecho grande siempre desdibujada y ajena a la vida cotidiana del lugar.
Poco le importaba, ella vivía en un mundo de colores propios que ella pintaba.

Apenas se le escuchaba un hilo de voz al hablar y sus manos que eran finitas y blancas, siempre apretaban un cuaderno interminable, como si al hacerlo -manos y cuaderno- se volvieran una coraza y nadie pudiera atravesarla.

De sus ojos se decían muchas cosas, porque eran bajados del cielo.
Seguro que se los había robado a un ángel en un descuido y se los había quedado. Seguro que cuando los abría iluminaba los caminos por donde iba.
Seguro que cuando miraban acariciaban con destellos.
Seguro que esos ojos no eran suyos.
-Eso pensaban en las cocinas del pueblo-

Lo mismo pasaba con su cabello. Eran como niditos de trigo acobachados, donde ella pinchaba florcitas que encontraba por ahí al pasar.

Mientras la niña de mis ojos iba ajena a todo, las miradas se le quedaban prendidas junto a las flores.
Se le notaba a la legua que ocultaba algo, por eso cuando ella aparecía en escena el silencio se hacia de un barro espeso donde todos comenzaban a chapotear y finalmente salían todos embarrados.

Ella intocable y desteñida, ni se enteraba que por detrás las risas caían en cataratas y los murmullos tomaban forma de bola de nieve, suponiendo para su existencia historias increíblemente fantasmagóricas.

Sus pasos eran tan etéreos, que apenas escuchar esos chasquidos lastimosos, mordidos entre los dientes de la gente, se alejaba indiferente y caminaba como entre nubes de polvo que la llevaban siempre a un banquito de piedras que había improvisado en un costado de la estación vieja.
La misma que está abandonada.

Y allí entre trenes oxidados, abría su cuaderno y su lapicera blanca y escribía con tinta incolora cosas que nadie podía leer. Se olvidaba del mundo, podía caerse todo encima suyo que ni se enteraba.

Desde lejos se podía ver que sus ojos le brillaban de manera intensa como luciérnagas sobre el papel, que su mano izquierda se agitaba con furia y apaleaba hoja tras hoja hasta agotarlas.
Los nidos de sus cabellos le bailaban en una gran danza y sobre ellos giraban rondas de florcitas y de ojos mareados hasta que de repente toda esta fiesta se terminaba.

Entonces regresaba.

Traía encendida la mirada, volvía radiante y envuelta en una calma diáfana.
Pasaba por un surco de miradas acostumbradas al fast food, que la comían sin poder saborearla. Atravesaba la jungla del sinsentido y los dejaba a todos elucubrando lo que se ocultaba en ese cuaderno que la tenía atrapada.

A su lado una lapicera cómplice cargada de penas líquidas la acompañaba.
Su cuaderno coraza la protegía.

Y por dentro, allí donde muy pocos llegaban se ocultaba un castillo construído con su magia.

Adolfocanals@educ.ar

No hay comentarios: