
Siempre había tenido tres deseos: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Y sí; escribió ese libro, plantó ese árbol y tuvo ese hijo.
Nació entonces en él un nuevo deseo: ser un náufrago solitario en una isla desierta. “Tres cosas has de llevarte contigo”, le dijeron. No podía llevarse su árbol, pues sus raíces eran ya tan profundas que no podían ser arrancadas de la tierra. No podía llevarse a su hijo, pues no es isla desierta de un náufrago solitario la que está habitada por dos hombres a la vez. Sólo podía llevarse su libro.
En menos que se cuenta hasta tres salió en su ayuda el genio de la lámpara, dispuesto a concederle tres deseos. El hombre miró apenado al genio y se dio la vuelta, dejándolo atrás, pues también en menos que se cuenta hasta tres comprendió que nada ni nadie podían elegir por él, ni siquiera sus propios deseos. Aunque éstos fueran tres.
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