Para detener el tiempo no hay mejor laboratorio que una sala de espera. Allí la sal de los minutos se va añadiendo en dosis crecientes al agua turbia que vierten los ventanales, hasta que la solución se adensa lo suficiente como para sostener nuestro cuerpo en la ingravidez del duermevela. Si además se trata de la sala de espera de una estación, entonces el efecto suspensivo se completa y a partir de ese momento ya nada es lo que debe: ella parece que duerme cuando en realidad está viajando porque qué otra cosa es viajar sino soñar con la cabeza apoyada en una maleta.
Yo en cambio parezco viajar cuando la verdad es que estoy soñando, pues qué otra cosa es soñar sino viajar a ese lugar que parece ajeno pero es el más íntimo posible porque secretamente lo estamos buscando siempre, el que se resume en ese instante que añadir a nuestro roto calendario.
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