miércoles, 26 de noviembre de 2008

Domador de Ballenas.


No se sabe, con certeza, cuándo llegó Hans Olgernard a la isla Alfonso IX. Lo que sí está claro es que el 3 de febrero de 1991 pidió un crédito para hacerse del Suspiro Azul, una embarcación de cuarenta pies con la que recorrió fiordos y estrechos del fin del mundo en busca de ballenas jorobadas. Hans Olgernard no sólo las encontró; también desarrolló un complejo sistema de sonidos con sordina que utilizó para establecer contacto con los cetáceos. En una década, levantó en el Pacífico Sur un espectáculo sin precedentes. Arriba de su navío escribió una sinfonía única que imitaba el canto que las ballenas emiten en el período del apareamiento. Atraídas por la música, las jorobadas saltaban igual que truchas alrededor del Suspiro Azul, mientras en cubierta Hans Olgernard entraba en éxtasis con los brazos abiertos extendidos al cielo. Quienes tuvieron la suerte de presenciar semejante performance aseguran que difícilmente verán algo parecido en lo que les resta de vida. Contra lo que se pueda pensar, Hans Olgernard no murió aplastado por una jorobada ni tampoco el Suspiro Azul zozobró con él abordo. El domador de ballenas, como le llamaron los diarios, dejó una carta antes de desaparecer. En ella describía con lujo de detalles a un ejemplar hembra que no se separó de su lado en las últimas tres semanas de navegación. Lucubraba acerca de la soledad como una herramienta para aproximarse a otros mundos. Citaba a Kierkegaard y a Heidegger. En las últimas líneas apuntaba esta frase: "en el mundo de las ballenas, que ya es mi mundo, el viaje jamás termina". Dejó la carta al lado del timón, bajo un pisapapeles en el que estaba grabada la bandera de su Noruega natal. Luego de eso se lanzó al mar en busca del amor de su vida.

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