Desarrolló una extraña y dudosa habilidad: la de recordar, íntegros, todos los sueños de una noche.
Por consejo de su psiquiatra, empezó a anotar una mañana los retazos, las volutas, las pavesas de sueño que podía rescatar de sus agitadas noches.
Lógicamente, al principio, sólo recordaba los últimos: los previos al sonido musical de su radio despertador, o los que habían tenido lugar justo antes de un brusco despertar por cualquier otra causa.
Pero aprendió a ir tirando del hilo, hacia atrás: en la selva de la noche.
Y ahí descubrió mundos ignorados...
Músicas, personajes, colores olvidados o nunca presentidos.
Situaciones delirantes, que ni en película.
Se aficionó, le invadió el gusto al proceso.
Estaba deseando irse a dormir, para luego despertar,
recordar, anotar, re-vivir...
Desenredó extrañas madejas, disparatados argumentos.
Fue comprendiendo.
Una mañana la encontraron muerta.
En su cara, una inédita, esperpéntica mezcla de horror y placer.
En su mano, aferrada, la pluma que usaba para transcribir sus noches.
Al pie de la cama, un gran cuaderno.
Los que se atrevieron a recogerlo del suelo no pudieron descifrar ni una sola palabra: estaba escrito en un idioma desconocido,
con un alfabeto ajeno que,
a lo que más se parecía era a los jeroglíficos.
Pero no...
Sin embargo, transmitía lo mismo que reflejaba la cara del que lo escribió. Además, los que la habían conocido en vida, coincidieron en que le faltaba...
algo -sin poder precisar qué-,
además de los 21 gramos que dicen que pesa el alma.
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