
Caminar esas calles me hizo sentir nuevamente el calor de las fogatas de san Pedro, el golpe de los polotasos contra aquel portón, la música que escapaba de las ventanas y los asaltos que se armaban en alguna casa. Era extraño, pero hace mucho que las dejaron de ser un pretexto para escapar y escribir tu nombre en las bancas del parque. Sé que ya no es el mismo frío ni el mismo verano de relajo aparentemente eterno, pero parece que parte de todo ello se quedó en esas calles que hoy lucían dolorosamente distantes.
No recuerdo en que momento cayó la ola que se llevó el cabello largo, los LP y los cassettes. Simplemente cayó sobre nosotros sin que nos demos cuenta, y de repente ya terminaba la adolescencia matizada de niñez y la universidad, todo el mismo día.
Aún veo desde la ventana de mi casa la misma pista en la que rompimos casi todas las ventanas del barrio jugando pelota, el frente de tu casa donde te esperaba salir, la pared een la cual me rompí la cabeza haciendo maromas con mi bicicleta, y que fue en donde me senté para besar por primera vez a una chica.
Esa ola reventó sobre la acera y se llevó muchos años de mi vida. No he descubierto dónde cayó exactamente, solamente lo hizo y dejó una época que ya sólo existe en mi memoria y que ya no regresará.
Pienso que ahora es sólo un fragmento de tiempo capturado en mi cabeza, una fotografía que cobra importancia cuando la ves y que luego de observada regresa a su estante habitual del recuerdo.
Supongo que al final de cuentas, nuestra vida se transforma en una sucesión de recuerdos que luego ya nadie podrá recordar.
Forman las negritas de ese libro de tapas duras que todos firmamos al final.
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