
El Señor de los muñecos cortó todos los hilos para que sus criaturas vivieran sólo cuando él lo ordenara.
La muñeca Ceci, maestra de circo, también recostó sus brazos
sobre el mostrador del mago.
Ni tristes ni contentos los muñecos no pasaban ni el rato.
Si el Señor no lo ordena, no moveré la mano, se repetían con voz de espanto.
Más he aquí que Ceci no escuchó el conjuro porque andaba distraída con una estela de mariposas.
Y cuando sus hilos cayeron por orden imperativa del mago,
Ceci sólo sintió un breve desmayo.
La cabeza tocó el manto negro y un destino de calabazas se puso en marcha.
Primero levantó la mano: le gustaba llevársela a la frente cuando tenía un desmayo.
Luego se sentó en su propio regazo. Y finalmente se alzó llevando en la mano el aro de fuego de sus enanos.
Y Ceci tensó a los caballos, rizó a los trapecistas, espantó a los leones y destartaló a los payasos.
Era la reina del espectáculo sin público más grande jamás contado.
Pero entonces el Señor de los muñecos la vio…
Pero entonces el Señor de los muñecos sonrió y no hizo nada.
Era su muñeca Ceci.
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