Cuando comenzó a escribir esos cuentos,
en cada oración le aparecía un nombre.
Finalmente se enamoró de ella más de lo que las normas
del buen escritor recomiendan acerca de relacionarse así
con un personaje.
Decidió no matarla, como haría un Conan Doyle o un Simenon,
sino echarla de sus cuentos, de sus sueños, de sus fracasos.
Días después,
cuando estaba revisando su correspondencia
y navegando por sus páginas favoritas,
encontró un cuento escrito por uno de sus amigos,
en el que ella gozaba del amor que le daba un
escritor más dado a enamorarse
y,
se podía intuir,
se reía de él,
tan perdido en su práctica de escritor apenas mediocre.
Él la había bautizado simplemente "Ella".
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